FÁTIMA, EL GENOCIDIO EN PRIMERA PLANA

Por Fabián Domínguez

Ni puteadas ni gritos, pero el general Jorge Rafael Videla no oculta su furia. El sol apenas despunta, y el oficial anti-sanmartiniano que ha tomado el poder por la fuerza se muestra molesto, ofuscado, caliente, furioso. Pero no estalla, no es su estilo. Engominado como siempre, flaco, casi cadavérico, con sus bigotes bien recortados y mirada fría, el hombre que encabeza la Junta de Comandantes hojea los diarios de la mañana de sábado. 

Como militar austero, de perfil bajo, de silencios antes que de arengas, no salía de su sorpresa ante la jactancia de algunos subordinados que ventilaban a los cuatro vientos el asesinato de treinta militantes, arrojados a un descampado a más de cincuenta kilómetros de la Capital Federal. Esa actitud iba a traer consecuencias imposibles de prever para la dictadura, y él quería que todo fuera previsible, ordenado y discreto, incluso las muertes. 

La noticia ocurrió el 20 de agosto de 1976, a la madrugada, cuando diez mujeres y veinte varones, llevados a un descampado del pueblo de Fátima —62 kilómetros al norte de la ciudad de Buenos Aires—, recibieron un balazo en la cabeza y luego fueron dinamitados en conjunto. El caso no se ocultó, sino que salió en las principales tapas de los diarios. Videla no estaba en desacuerdo con eliminar guerrilleros —en realidad, les decía subversivos—, estaba convencido de que vivían una guerra interna, que tenían que actuar con el rigor de la ley (y más allá también) y que el éxito del régimen dependía de las acciones rápidas y quirúrgicas para eliminar opositores. Lo que le molestaba a Videla era la publicidad casi pornográfica que tuvo la acción del grupo de tareas en el pueblo del distrito de Pilar.

La masacre de Fátima fue una escalada más en las diversas formas del genocidio argentino. Secuestros, desapariciones, picanas, submarinos secos y húmedos, fusilamientos disfrazados de intentos de fugas, entierros clandestinos, fosas comunes, robos de bebés con muerte de las madres, vuelos de la muerte. En el caso de los asesinatos en el poblado de Pilar se caracterizan por dinamitar los cuerpos, el abandono de los mismos en un lugar público y por su máxima difusión a través de los medios, más allá del intento de manipulación de la información.

Algunos sostienen que la masacre fue una venganza por el asesinato del general Omar Actis, el día anterior. A mi entender se trató de una venganza 3×1, al estilo Fosas Ardeatinas, tomando revancha por el atentado al edificio de Coordinación Federal, el 2 de julio de 1976, que tuvo cerca de 30 muertos. Integrantes de la Policía Federal salieron esa misma noche a tomar represalias con fusilamientos en un garaje de la calle Chacabuco y un fusilamiento en el Obelisco. Al día siguiente fusilaron a tres estudiantes de la UES en Del Viso; el 4 de julio asesinaron a curas y seminaristas palotinos en la iglesia de San Patricio, sumados a la casi veintena de fusilados en Panamericana y avenida Márquez ante un supuesto copamiento del batallón de arsenales Esteban de Luca, de Boulogne. Además, en la morgue de Capital Federal se registró la entrada de 47 cadáveres NN en julio, cuando el promedio mensual de NN no superaba los dos cuerpos. La frutilla de la sangrienta escalada fue el 20 de agosto con el fusilamiento de los 30 de Fátima

Hasta el momento se logró identificar a veinticinco de esos cuerpos, entre los que había trabajadores, profesionales, estudiantes secundarios, soldados, la mayoría vinculados con alguna organización peronista, ya sea JTP, UES o JUP. Pero estos no son hechos aislados en la historia argentina: Fátima es parte de una continuidad histórica.

Los fusilamientos de los generales Pedro Aramburu en 1956 (levantamiento de Valle) y Alejandro Lanusse en 1972 (masacre de Trelew) se unen con nombre y apellido a los dinamitados de Fátima. Entre los asesinados el 20 de agosto, estaba Haydeé Cirullo de Carnaghi, conocida como Tía Tota, militante de la Resistencia Peronista en la década de 1960, cuyo esposo estuvo a punto de ser fusilado durante la rebelión del general Juan José Valle. Otro de los identificados fue Carlos Raúl Pargas, hermano de Rosa, quien fue presa política en la cárcel de Rawson, y cuñado de Alberto Camps, uno de los fugados del mencionado penal, fusilado en Trelew y sobreviviente de la masacre en la base naval.

Otro identificado fue Horacio García Gastellú, quien realizaba el servicio militar en la marina y fue secuestrado con su novia Ada Victoria Porta. El padre de la chica, el ingeniero Livio Dante Porta, se exilió con su familia en 1955 por ser funcionario ferroviario peronista. Porta revolucionó las máquinas a vapor con inventos de nueva generación que desecharon en Argentina y que en EE.UU., en cambio, adoptaron de inmediato. 

Queda en claro que los militares anti-sanmartinianos de 1955 aportaron, sin quejarse ni enojarse, al genocidio del pueblo peronista. Gesto que repetirían sus hijos generacionales de 1966 y los nietos de 1976. Esos mismos militares también aportaron al genocidio cultural. Pero esa es otra historia.

Compañeros, compañeras, ¡Hasta La Victoria Siempre!