RECTAS COPLANARIAS

Por Javier Viveros

Javier Viveros (Asunción, Paraguay, 1977) es autor de una veintena de libros, entre ellos: Manual de esgrima para elefantes;Urbano, demasiado urbano;Dulce y doliente ayer;Panambi ku´i; y Fantasmario. Cuentos de la Guerra del Chaco, con el que ganó el Premio Edward and Lily Tuck 2018 y que incluye el texto que publicamos aquí. Viveros —máster en Literatura por la Universidad Nacional de Asunción— también fue finalista del Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo 2009.

No hay olvido para mí. El paisaje que veo a diario solo me trae recuerdos de esa tarde. Una y otra vez. Esa odiosa tarde. Cinta de Moebius de la tortura. Las trincheras estaban ya muy cerca, a poco de darse un beso fúnebre. El intercambio de disparos con los bolivianos era incesante; los fusiles llenaban el monte con su diálogo telegráfico. La tierra de nadie, ese territorio neutral entre las dos trincheras, tenía su aire atravesado por las entrecruzadas líneas rectas de los proyectiles. Pronto iba a llegarse al combate cuerpo a cuerpo. Sabíamos que la orden del capitán no tardaría. Soldados, ¡calar bayonetas! ¡Al ataque! Las bayonetas, pendencieras y ávidas de sangre, ya casi anticipaban su hundimiento en la carne enemiga; nuestros machetes estaban prestos para cercenar miembros, abrir heridas, para carpir como en una chacra.

Colocado a mi derecha y preso de la euforia, Celso disparaba su fusil sin apuntar demasiado. En realidad, ese era el modo en que lo hacíamos todos. No podíamos ver al oponente, solo apuntábamos hacia la otra trinchera y arrojábamos los kavichu pochy[1] de la muerte con la esperanza de que se estrellaran en la humanidad de nuestro enemigo del altiplano. Era la velocidad el elemento que diferenciaba notoriamente a Celso del resto de nosotros. Vaciaba su fusil y sin perder el tiempo lo atiborraba de balas para enseguida volver a hacer flotar los proyectiles mortíferos. Un leve brillo de demencia latía en sus ojos.

Él y yo éramos casi hermanos. Crecimos en el mismo barrio y eso representa muchísimo en las situaciones límite. De niños jugábamos en las calles: balita, ojavéa[2], pandorga, partido, trompo, tuka’ẽ kañy[3]. Los períodos de vacaciones solíamos vivirlos en la estancia de su abuelo. Allí hablábamos en guaraní con los peones, recorríamos a caballo este suelo que ahora nos tocaba defender, cazábamos aves: los dos teníamos mucha puntería con la hondita.

Cuando la guerra llamó a nuestras puertas, no dudamos. Sudamos uno al lado del otro en el Centro de Acantonamiento Militar N° 1 de Sajonia. Tuvimos la fortuna de terminar en el mismo pelotón y de batallar siempre juntos. Nos defendíamos mutuamente cuando algún camarada quería hacernos de menos por nuestra condición de asuncenos. Con golpes de puño obteníamos respeto, demostrábamos que se equivocaban quienes nos llamaban “señoritos” o pire pererĩ[4]. Sufrimos en Boquerón y vivimos mil peripecias en los áridos terrenos chaqueños sobre los que la muerte revoloteaba como un ave de rapiña.

Allí estábamos otra vez, hombro con hombro, disparando al enemigo bajo ese sol que enloquecía el mercurio de los termómetros y ponía en escena las metamorfosis sin pausa de los espejismos tenues. Vi a Celso borrar con la palma de la mano derecha el sudor que le coronaba la frente. Su fusil quedó otra vez ahíto de proyectiles. Y entonces, lo impensado. Algún desconocido mecanismo se activó en su cabeza, una repentina locura hizo que Celso saltara de la trinchera y se pusiera a disparar erguido como si vistiera una armadura o un escudo que lo tornara invulnerable. Lanzando palabrotas y balas pudo avanzar unos doce metros de nuestra trinchera. Un disparo lo derribó. Grité. Proyectiles de plomo invadieron el cuerpo de Celso. Cayó de rodillas. El fusil saltó de sus manos y aterrizó sobre una indolente planta de caraguatá. Otras balas bolivianas impactaron en su cuerpo y lo tendieron sobre el suelo reseco. Quedó inmóvil, irremediablemente muerto. Todos empezamos a disparar desenfrenados, al ritmo que nuestro camarada llevaba cuando aún era un número entre los vivos.

No podía dejarlo allí en la tierra de nadie. Era más que un hermano. Decidí ir de inmediato a recuperar su cadáver. ¿Peligroso? Por supuesto, pero la decisión estaba tomada. Pedí a mis camaradas que cubrieran mi incursión, aunque ello no iría a cambiar en mucho lo que ya estaban haciendo. Doce metros no eran tantos. Abandoné la trinchera y fui moviéndome en una penosa marcha rastreante. Serpiente verde olivo. En ambas direcciones, las balas silbaban su tonada mortal sobre mi cabeza. Llegué hasta el cadáver de Celso, era mi deber darle un entierro digno, tallar una cruz de quebracho cuya belleza fuera proporcional al coraje de mi amigo de infancia.

A pesar de que el estar tirado en el suelo me convertía en un blanco difícil, los bolivianos iban ubicando su plomo cada vez más cerca de mi anatomía. Fui arrastrando el cadáver de Celso entre la vegetación indiferente que tapizaba la tierra en disputa. Me movía primero yo y luego estiraba sus piernas; la maniobra recordaba al movimiento peristáltico de una víbora. Tardé siglos. Cuando estuve a un metro de la trinchera, sorprendí otro cadáver paraguayo tumbado bocabajo. No lo había visto en el viaje de ida. Mejor, me dije. Podía llevar a dos por el precio de uno. Ya podía intuir una medalla al valor. Lo volteé. El cuerpo tenía mi cara. Era yo el que estaba muerto allí; una rosa caliente y sanguinolenta crecía sobre mi pectoral izquierdo. No había pasado mucho tiempo de mi muerte, porque la sangre estaba sin coagular, se la veía vitalmente roja, todavía ignorante de que las cosas habían cambiado para siempre.

Me paré. Asomé la cabeza en la trinchera y vi santiguarse a algunos de mis camaradas. El cabo Centurión, con la cara desfigurada por el horror, explicaba a nuestro superior que una mano invisible acercó el cadáver de Celso hasta nuestra trinchera. Ombotyryry la te’õngue[5], mi teniente. Ha kóape katu ombojere[6]. Su dedo me señalaba. Y no fue sino entonces que lo vi a poca distancia. Celso caminó hasta mí, parsimonioso, ingrávido. Lo entendí todo de golpe como en una revelación onírica: ya solo éramos unos malditos fantasmas. Miré una vez más mi cuerpo tumbado y no sentí pena por mí. De a poco fui divisando a los otros muertos, se acumulaban en ambas trincheras, algunos solo miraban desde los lugares donde los había sorprendido la muerte, sentados al lado de los que fueron sus cuerpos, como sin comprender todavía del todo lo que acontecía. Otros se nos fueron acercando, líneas rectas que se aproximaban. Círculo vaporoso. Reunión de fantasmas en la tierra de nadie. Expectantes. Paraguayos y bolivianos nos supimos condenados a permanecer para siempre en el nuevo plano, a rememorar una y otra vez nuestra batalla postrera. Superposición. Un plano encima de otro, como una hoja de papel bañada en aceite. Nadie dijo nada. Nos medimos con la mirada. Al parecer, ninguno tenía dotes de líder.

Celso, que evidentemente seguía poseído del rabioso fuego de sus últimos minutos de vida, no tardó en trazar en el aire una línea recta, con su puño fantasmal lanzó un golpe directo a la mandíbula del espectro que portaba el uniforme de color caqui más cercano a su posición. Las leyes de la física de alguna forma todavía regían allí, porque el golpe lanzó al soldado enemigo a un par de metros del epicentro del puñetazo. La crispación fue generalizada. Sin saber exactamente qué hacer, quedé un momento paralizado. Fueron solo milisegundos de dubitación, porque al instante volví en mí e hice lo propio con el boliviano que tenía en frente: la función debía continuar.

[1] Avispones enojados.

[2] El que se acerca más.

[3] Juego de las escondidas.

[4] Piel blanda.

[5] Arrastró el cuerpo.

[6] Y a este lo volteó.