Por Sebastián R. Lozano
Capítulo 1
Una sacudida fuerte y breve me expulsó del sueño. El sonido del celular penetró por mis oídos, retorció mi cabeza. Tapé mis ojos con las manos, harto de despertar con espasmos; con el corazón en la boca, seca la garganta, y el pecho inflado. Mi cara estaba bañada en sudor, igual que todo mi cuerpo. Había empapado la almohada y el colchón. No recuerdo lo que soñé pero esa sensación de caer, de entrar al vacío, se repetía siempre. Si en ese momento hubiera sabido que iba a ser mí último sueño, me habría forzado para retenerlo sin perder un segundo. Pero lo dejé irse, aciago, sin pedirle explicaciones.
Quieto en la cama, esperé que el teléfono dejara de sonar. Respiré hondo, traté de recuperar aliento. Cuando el silencio se adueñó de la habitación, pude incorporarme. Me senté en la orilla del colchón, resacoso. Tanteé en el piso la botella de cerveza. Bebí lo que quedaba. ¡Qué asco! Era como un meo añejo.
Subí la persiana hasta la mitad. No soporté el chirrido ese que se producía cada vez que las lamas rozaban las guías. Las primeras luces del amanecer nuboso eran exiguas, mezquinas. La suave brisa del río trajo un aire cálido y húmedo. Una neblina densa, opaca y persistente, apenas dejaba imaginar la silueta de los barcos abandonados en el puerto. Volvió a sonar. La migraña me daba otro motivo más para no atender. Una lucecita roja se movía lenta, cansina, en un lugar de ese río turbio cubierto por la niebla. La ciudad aún no había despertado. No quería saber quién era ese madrugador hostil que no dejaba de llamarme. Era domingo: el único día de la semana que no se escuchaban los ruidos rotos de la ciudad. Obligado por acallar ese teléfono que empezaba a irritarme, lo busqué. Removí las sábanas arrugadas de meses, las ropas tiradas por el piso. Con la ayuda de ese resplandor vago, pálido, que entraba por la ventana pude encontrarlo. La melodía se cortó. Miré la pantalla: mi jefe. ¿Quién otro vivía sin horarios? Dudé en devolverle enseguida el llamado. Estaba seguro que no me iba a dar una buena noticia. ¿A quién carajos le tenía que llevar ahora un paquete? ¿Adónde mierdas me iba a mandar un domingo tan temprano?
Volvió a sonar. Era él, no necesité corroborarlo. Romano, mi jefe, era la persona más insistente que yo conocía. Si me empecinaba en no atender, el teléfono iba a sonar incansable hasta estallar.
Atendí.
“Bojo, necesito que viajes urgente. En un pueblito del interior se están matando los pibes a mansalva”. Me dijo eso. Dijo “a mansalva”. Lo dijo con el mismo tono y cadencia con que un meteorólogo da la información del clima. No es que no tuviera alma, la que tenía era de periodista.
Un pueblo del Norte estaba sufriendo una ola de suicidios de niños y adolescentes. En menos de tres meses se habían matado seis. Anoche, una niñita de solo siete años se había pegado un tiro en el corazón.
Me estremecí. Mientras mi jefe añadía detalles lúgubres, pedagógicos, observaciones criminalísticas, me atacaron los pensamientos: La noticia del suicidio de un niño, o una niña, es la peor cosa del mundo, la única que un periodista quisiera dejar escapar.
—Tendría que haberlo hecho. Tendría que haberle dicho que no. Un “NO” rotundo, mayúsculo. ¡Cuánto tormento me hubiera ahorrado! Habría evitado este declinar hacia el infierno, esta caída estrepitosa hacia sus llamas, esta visita inoportuna a la muerte—.
Pero fue imposible negarme. Ni siquiera dudé. Había esperado ese momento desde el primer día que entré a la revista como cadete. Hace dos años que venía rogándole a mi jefe que me diera mi primera nota. Había fantaseado con que fuera sobre una banda emergente, o una entrevista a algún escritor, o a cualquier otro artista, pero el destino o no sé qué ni quién, puso esa maldita crónica en mi camino.
Mientras escuchaba a mi jefe hablar, hablar, y hablar, sentí que una grieta se abría en mi corteza cerebral. Sus palabras iban directo a mi inconsciente. No pude retenerlas todas. Solo recuerdo algunas pocas. Dijo algo de que la revista venía muy light y que esta crónica podía salvarla. Creo que no dijo la palabra “salvarla” sino “ayudarla”. Pero se ve que esa palabra la tengo tatuada en mí interior.
—“Salvar” es, en gran parte, lo que me motivó a hacer todo lo que hice. Para salvar a alguien estoy arriesgando mi propia vida. Aún ahora, en el mismo momento que reescribo esto, la muerte me ronda, sigilosa, agazapada, lista para dar su zarpazo. No sé lo que pasará finalmente. Mientras tanto, vivo un presente desahuciado. Que mitigo martillando estas teclas, estas letras mudas, estas palabras ya muertas. La única manera que encuentro de escaparme al futuro es volver hacia el pasado. Hacia ese comienzo que me digo, inútil, ojalá no hubiera ocurrido nunca. A ese llamado que jamás tendría que haber atendido nunca. ¿Por qué carajo habré venido a este pueblo de mierda? ¡Lo odio! Este lugar me acercó el amor pero también la muerte. Acariciar con la yema del dedo las espigas del amor y las espinas de la muerte me sumó varios años a los que tenía. Me desespera pensar en Checa, tiemblo cada vez que mi cabeza la nombra. Solo escribir, buscar palabras, logran serenarme un poco—.
Por último, mi jefe me informó que me iba a mandar un pasaje para un micro que salía en tres horas. Eso lo escuché. Como también oí, antes de cortar, que tenía que estar contento por tener mi primera crónica. Tenía razón. Yo debía sentirme contento. Pero no. Por alguna razón no me sentía así. Quizá fuera por el malestar que me habían provocado los excesos de anoche. O quizá fuera un malestar nuevo. Un miedo y una angustia empezaba a crecer adentro mío, como si estuviera engendrando un monstruo.
Me derrumbé en la cama. Mi cabeza estaba a punto de partirse en dos.
La bocina de algún buque carbonero vino del río. Sería uno más de esos hierros flotantes, destartalados, herrumbrosos, que osan lanzarse a la mar.
¿Cómo empezar una aventura ya vencido?
Sebastián R. Lozano (Buenos Aires, 1973) es egresado del Enerc. Guionista de cine y televisión. Cursó dramaturgia en la Escuela Nacional de Arte Dramático. Ganador del premio Historias Breves, organizado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales. Mención de Honor en el concurso de textos teatrales organizado por el Fondo Nacional de las Artes por su obra Emilio y Samuel sobre un silencio sostenido de tiempo imperfecto, que narra un encuentro ficticio entre Samuel Beckett y Emil Cioran. Autor del libro de cuentos Lo que dure la tristeza. Checa & The Ringing Rocks es su primera novela.