CRÓNICAS DE LA PATRULLA PERDIDA

Por Luis Fucks

INTRODUCCIÓN

En los años 70, la lucha guerrillera atravesó mi vida en el armado de la organización política y militar Montoneros. Fui uno de los pioneros en la conformación de la Columna Norte de la vieja M, antes de que se integraran los Descamisados y antes de la fusión con las FAR.

Además de preguntarse quién representa el pensamiento de los que sobrevivimos al holocausto generacional, este libro intenta contar parte de la historia política de Montoneros desde el punto de vista de un militante. (…) Los amigos y los compañeros que leyeron los borradores señalaron (algunos como una virtud, otros como un defecto) que estas crónicas están teñidas de una honestidad brutal. Puede ser. Quizás se deba a la tensión que surge entre la reivindicación de nuestra historia y la autocrítica por los errores que cometimos, sobre todo, en el terreno político. (…) 

Éramos muy jóvenes y muy soberbios, pero también muy solidarios y luchadores. (…)

Este trabajo, pensado hace cuarenta y cuatro años y realizado en los últimos siete, no es nostálgico ni meramente reivindicatorio. Todo lo contrario, la idea de traer al presente parte de aquella experiencia política tiene la finalidad de contribuir al debate sobre la actualidad de nuestro querido país, que está sumido en una decadencia cada vez más angustiante. (…)

Para comprender por qué en Argentina los guerrilleros del ’70 recurrimos a la lucha armada como método principal de confrontación es necesario repasar dos líneas de tiempo: una nacional, otra internacional. (…)   

En el plano internacional, durante los 50 triunfaron tres revoluciones armadas, una en cada continente de lo que se denominaba Tercer Mundo (que luego rebautizaron países en vías de desarrollo y hoy se dice países emergentes), frente a los dos bloques continentales hegemónicos. La revolución argelina, en África; la vietnamita, en Asia, y la cubana en América latina. (…) La última fue una lucha de liberación nacional, e irradió hacia toda América Latina un imaginario de revolución exitosa, acompañada de la ideología del “hombre nuevo”, personificada en la figura icónica del guerrillero argentino Ernesto Che Guevara. (…)

En el plano local, la oligarquía vernácula —aliada con representantes de las potencias extranjeras— había instaurado desde el comienzo la violencia política como instrumento rector para disciplinar a las masas y forjar un país a la medida de sus intereses sectarios. Un país unitario, concebido en torno a la prosperidad de una ciudad puerto —con recetas liberales, precursoras del neoliberalismo— que sojuzgaba política y económicamente a las provincias, postergaba los mercados regionales y evitaba sistémicamente la realización de una nación desarrollada con equidad social. (…) 

Tras el fracaso de la administración Frondizi, con los contratiempos de una nueva proscripción electoral y frente a la imposibilidad de evitar que el peronismo ganara las elecciones, el régimen produjo la así llamada Revolución Argentina, que encabezó el general Onganía, líder de la facción azul del Ejército. Esta dictadura se planteó varias etapas que no llegó a cumplir. Intervino los sindicatos, los partidos políticos, las universidades, y obturó todos los canales de expresión política de la sociedad. (…)

En este punto de nuestra historia aparece un dato fundamental: como no se podía expresar políticamente, la juventud de la época adoptó, en su mayoría, la lucha armada como forma de lucha principal. (…)

La violencia de arriba engendra la violencia de abajo. Es como un acto de justicia, reparador, un instinto de defensa o una forma de contestar a tantas muertes y masacres, al sojuzgamiento económico que ejercieron durante décadas los sectores sociales hegemónicos. (…)

Con sus errores y aciertos, fue una opción por los pobres, los desposeídos, los humillados, por la clase trabajadora y los sectores populares. Liberar la Patria para lograr un país que no estuviera condicionado por las inequidades. Este y no otro fue el vector que guio a mi generación y la condujo a opciones extremas como camino para alcanzar una revolución que modificara las estructuras conservadoras de una sociedad inviable.

Las tardes

1

El principio del fin

—¡Fuimos nosotros! 

Con estas dos palabras me recibió “el Flaco” Mateo en el Muky, un bar de Vicente López que frecuentábamos mucho. Esa mañana nos encontramos para ir juntos a la reunión de la Conducción Regional Buenos Aires (ampliada) de Montoneros, que se iba a realizar en el sur del Conurbano. Era la peor forma de empezar el día. Con esas dos palabras, el Flaco me estaba diciendo que habíamos matado a Rucci.

Quizás por la hora (era muy temprano), o porque en lugar de espabilarme el baldazo de agua fría me aletargó, sólo atiné a repreguntar:

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

Quedé mudo. No lograba salir de mi asombro. Hasta ese momento pensábamos que había sido un enfrentamiento interno de la burocracia sindical. Incluso algunos hablaban del Mossad o de la CIA. 

Pero no. ¡Habíamos sido nosotros! Yo no podía entender cómo había escalado hasta este punto nuestro enfrentamiento con “el Viejo”. En los últimos meses, me había caracterizado por ser sumamente crítico con las decisiones de la Conducción Nacional (CN). En particular, las que se referían a nuestras diferencias con Perón.

La cita era en Quilmes. 

De la Zona Sur, yo sólo conocía bien Lanús, la localidad en la que se había criado Marisa, mi compañera, una piba inteligente y luchadora, estudiante de sociología, cristianucha, con pinta de tanita del norte, rubia, de ojos claros, elegante y tímida, muy linda, que parecía una mina bacana. 

Nos esperaban dos compañeros que nos llevaron compartimentados, en una camioneta, con la cabeza agachada y los ojos cerrados. Dimos vueltas durante unos diez minutos hasta que llegamos a una especie de galpón o club social. 

Estaban todas las columnas de la Regional, incluidas las de Capital Federal, La Plata y Lejano Norte. Había decenas de compañeros.

Los miembros de la Conducción Regional y los de la CN dieron comienzo formal a la reunión. Los jefes de cada columna hablaron de la coyuntura y de las perspectivas que la orga tenía de cara al futuro inmediato. Predominaba la tesis de que iba a recrudecer el enfrentamiento con el ala derecha del Movimiento Peronista. Se esperaban ataques de las patotas sindicales, de los grupos juveniles anexos y de las bandas ilegales que conformaban la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). La consigna era clara: debíamos estar alerta y prepararnos para una nueva etapa de confrontación. 

También se habló del enfrentamiento con Perón, y entonces surgió el tema de la ejecución del líder metalúrgico. La fundamentación de la CN fue que el objetivo consistió en quitarle al Viejo una pieza clave en el armado político de los sectores sindicales. Se alegó, incluso, que Rucci estaba manejando ciertos grupos armados para atacarnos.

Muchos compañeros, de diversas columnas, dieron su conformidad con el hecho. Pero otros, como los de la Zona Oeste, pusieron reparos. 

Cuando llegó el turno de la columna Norte, pedí la palabra:

—Creo que ha sido un error tirarle este muerto al Viejo: sólo vamos a conseguir que nos eche del Movimiento, y de esa forma se va a legitimar nuestra represión y persecución.  Esto significa aislarnos del pueblo, una manera bastante equivocada de irnos del peronismo.  No nos confundamos con Perón: es un líder nacional, no un líder revolucionario. 

Hubo un silencio que me pareció interminable. Varios compañeros de Norte asintieron con la cabeza; otros, en cambio, me mostraron su desacuerdo frunciendo el labio, desviando la mirada o con un gesto de desaprobación. 

Volví a ocupar mi lugar en la columna con la satisfacción de haber dicho lo que pensaba. Pero al mismo tiempo con un sabor amargo. Aunque yo no era el único que suscribía este punto de vista, acababa de expresar una posición que resultó a todas luces minoritaria en el plenario.

La mayoría pensaba que la salida era militar, que teníamos que acentuar el enfrentamiento. El problema, en cualquier caso, consistía en que no íbamos a poder recurrir al refugio más seguro: el pueblo peronista.

El regreso a Zona Norte se me hizo eterno. Y muy pesado. Walsh tenía razón. Estábamos camino a convertirnos en la patrulla perdida.

***

Los albores

6

El Guernica argentino

—¡Están bombardeando la plaza!

Hugo, compañero de mi viejo en SEGBA (Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires), alertaba sobre lo que estaba ocurriendo. Ellos trabajaban a media cuadra de la Plaza de Mayo. Escucharon cuando los aviones venían y la sobrevolaban. 

Los Gloster de la Marina de Guerra Argentina descendieron otro poco, dieron la vuelta hacia el Río de la Plata y soltaron las bombas y ametrallaron con el objetivo de asesinar al presidente Juan Perón. Eran las 12:40 del mediodía de un jueves nublado. Miles de argentinos transitaban la zona.

Los trabajadores que estaban en la sede de la empresa pública de energía eléctrica corrieron escaleras abajo y llegaron a la plaza cuando los atacantes se habían retirado. Detrás de las columnas de humo y polvo, encontraron un panorama desolador. La Plaza, la Casa Rosada, las construcciones linderas, toda el área había sido devastada. No podían creer lo que veían. Autos, colectivos y pasajeros calcinados, las fachadas de los edificios perforadas por la metralla, pozos y cráteres en las calles, las veredas, en el césped de los canteros.  

Lo peor eran las personas, asesinadas o agonizantes. Hugo y mi viejo se agarraban la cabeza. Estaban rodeados de cuerpos exánimes, de mutilados, de brazos y piernas diseminados por todas partes, de heridos que gritaban, se retorcían de dolor, imploraban. La cantidad de muertos era impresionante (luego se enterarían de que habían sido trescientos ocho). También la de heridos: no sabían cuántos, pero parecían muchos (más de setecientos al cabo de la jornada). Debajo de los escombros había hombres, mujeres, ancianos, adolescentes, niños. Víctimas inopinadas del atentado contra la población civil más terrible de nuestra historia, sólo comparable con el bombardeo de Guernica, en el marco de la guerra civil española, aunque en el caso de la ciudad vizcaína el ataque aéreo contra los ciudadanos vascos estuvo a cargo de la aviación alemana.

La Aviación Naval argentina, en cambio, había masacrado a cientos de compatriotas. Y no habían conseguido su objetivo. 

Perón, refugiado en el ministerio de Guerra, había salido ileso. A las 8 de la mañana, el ministro de esa cartera le había advertido al presidente sobre las maniobras militares, por lo que pudo abandonar la casa de gobierno antes del ataque.  

Mi viejo y sus compañeros empezaron a remover los escombros. Con manos trémulas, con bronca, con desesperación. A gritos se avisaban si encontraban un sobreviviente. Minutos más tarden oyeron, por fin, el ulular de las ambulancias que se acercaban. 

El odio de los gorilas era capaz de todo, incluso de empujar la patria al borde de una guerra civil.

—¿¡Que te pasó?! —gritó mi vieja, en casa, cuando mi viejo asomó por la puerta.

Tenía la ropa y la cara ensangrentadas, el pelo revuelto y mugroso, las manos laceradas. Estaba exhausto. 

Mi vieja seguía chillando, convencida de que lo habían herido. 

A través de la radio nos habíamos informado de lo ocurrido, y teníamos terror de que le hubiera pasado algo. 

Parecía un muerto vivo. Nos miró pero no habló. Se lavó la cara en la bacha de la cocina. Se sentó en la silla, apoyó los codos en la mesa, ocultó la cara entre sus manos y empezó a sollozar. Primero quedamente, luego muy fuerte.

No me atreví a preguntarle, pero creo que esa fría noche de junio de 1955 él sabía, de algún modo intuía, lo que se nos venía a los peronistas. 

***

7

La noche

Era ella, Selma

Su silueta estaba recortada en el vano de la puerta.

Era la hora de la vigilia, esa hora indefinida, en que uno sale del sueño.

Él se dio vuelta en la cama, hacia la puerta, y entonces la vio. Era ella, Selma, ahí estaba.

Esa mañana la habían sepultado en la Recoleta, en el panteón familiar de los Ocampo. 

Lo sorprendió que lo único que sostenía la hermana era una urna chiquita, que apenas contenía los huesos que habían rescatado quince años después de su desaparición. Pero era ella, no había dudas: la habían reconocido los análisis del Instituto de Antropología Forense. Encontraron los restos en las fosas donde los criminales habían ocultado a los asesinados en la Masacre de Fátima. Durante la madrugada del 20 de agosto de 1976, el Ejército había sacado a varios compañeros secuestrados de su lugar de detención y los había dinamitado en esa localidad de la provincia de Buenos Aires. Lo había hecho en represalia por el atentado (fallido) de la M contra Videla.

Los que se habían juntado en el cementerio para despedir a Selma eran pocos: la hermana, una sobrina, un hombre que Darío no conocía y una amiga a la que le habían secuestrado toda la familia en Mendoza. Era una mañana de domingo, fría, otoñal. 

El día anterior Darío se había reunido con la sobrina. Habían llorado toda la tarde. A ella la había contactado Marisa, la compañera anterior de Darío, en un gesto que la enaltecía. Le hizo varias preguntas, él aclaró todo lo que pudo. Sabía que a Selma la habían llevado con su amiga Inés, que había alquilado una casa operativa donde vivía un compañero de la Conducción Nacional. La casa había caído. Y probablemente ahí habían obtenido la información para dar con ella. 

Cuando se las llevaron —de un departamento elegante en La Lucila, propiedad de su hermana, a unas veinte cuadras de la Quinta de Olivos—, los milicos liberaron la zona. Al ver gente de civil armada, un vecino, que era militar, llamó a la policía. Casi se produce un enfrentamiento. Pero a último momento los agentes de la bonaerense recibieron el aviso y se retiraron. Este caso sirvió como caso testigo de las zonas liberadas en la investigación sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, que dio lugar a la publicación libro Nunca más

En aquel tiempo, julio del ‘76, Selma y Darío ya no estaban juntos. Pero se seguían viendo. Selma era el gran amor de Darío. 

Él la esperó al día siguiente en el bar donde solían encontrarse. Tenían una cita. Ella no apareció. Al día subsiguiente, tampoco. La buscó por todos lados, sin descanso, con desesperación. Visitó una tras otra la casa de varios amigos hasta que, finalmente, le contaron de la caída. Ya no pudo volver al departamento de ella. 

Selma nunca cantó esa cita. Si lo hubiera hecho, él habría perdido. 

Por suerte, los milicos dejaron a los hijos de Selma con los abuelos, a diferencia de lo que ocurrió en otros casos.

Desde entonces Darío soñó todas las noches, durante más de quince años, que ella estaba viva. Él se enteraba y llamaba a su casa, y ella le decía que sí, que la habían largado hacía varios días y que estaba bien. Él se alegraba enormemente. Entonces despertaba. Una vez fue tan vívido el sueño, que al levantarse llamó, empujado por la angustia, a la casa de ella. Pero la hermana le confirmó que no tenían ninguna noticia.

Al ver que era ella, en el vano de la puerta, se sobrecogió. 

Selma se acercó al borde de la cama y, sin decir nada, lo arropó como hacía su madre cuando él era chico.

Darío se volvió a dormir. Y nunca más soñó con ella. 

Para él quedó lo que no fue, lo que pudo haber sido y lo que ya nunca sería. Lo imposible. La mujer inolvidable.

Luis Fucks nació en un hogar peronista en el barrio porteño de Villa Luro. Militó desde un principio en grupos juveniles, siempre en el Peronismo. En los ’70 fue uno de los fundadores de la Columna Norte de Montoneros en el Gran Buenos Aires. Hasta el día de hoy sigue militando por una patria justa, libre y soberana. Desarrolló múltiples actividades en el campo cultural: integró uno de los grupos de Cine Liberación en los ’60 y también formó parte de los espacios de Teatro Abierto. Luego, ya en los ’80, creó Puntosur, una editorial importante en la etapa del regreso de la democracia. Con la presentación de su libro Crónicas de la patrulla perdida, en el que hace un análisis crítico de su experiencia en Montoneros, acaba de lanzar su nuevo proyecto editorial: 3BANDERAS editores.