Por Julieta Bonsignore*
Cuando hablamos de cuidados nos referimos a aquellas actividades que permiten el sostenimiento y la reproducción de la vida. El reconocimiento del cuidado como un trabajo que genera valor económico y que es un derecho universal y una responsabilidad social colectiva es primordial para mejorar las condiciones de vida de las mujeres. Pese al significativo avance de la legislación en materia de derechos humanos, algunos criterios en las normas y en las sentencias judiciales siguen reproduciendo estereotipos de género que refuerzan las desigualdades existentes.
El derecho es una práctica social y por lo tanto es un espacio en disputa en el que es fundamental desarticular aquellas categorías que reproducen las diferencias basadas en estereotipos que se derivan de la construcción social de la diferencia sexual, es decir, del género. Toda teoría que se presuma neutral en este sentido esconde sesgos.
En un caso reciente —“Puig Fernando Rodolfo c/ Minera Santa Cruz S.A. s/ despido” (24.09.2020)—, la Corte Suprema de Justicia de la Nación entendió que el despido comprendido entre los 3 meses anteriores o 6 meses posteriores a contraer matrimonio también debe presumirse como discriminatorio en favor de los trabajadores hombres. El criterio vigente hasta entonces provenía de una construcción jurisprudencial[1] que presumía automáticamente el despido con causa de matrimonio sobre las mujeres y la aceptaba en los hombres solo si podían probar, con las dificultades que implica esta carga probatoria, que el despido obedecía al matrimonio. Subrepticiamente, esa interpretación da por sentado que, al casarse, las mujeres (a diferencia de los varones) asumen mayores responsabilidades familiares y en consecuencia se vuelven menos productivas en el ámbito laboral.
Sin embargo, ninguno de los tres artículos (180, 181 y 182) de la ley de contrato de trabajo (20744) que regulan esta cuestión menciona a las mujeres en particular, sino simplemente “al personal”. La tríada se encuentra en el anticuado, y repleto de estereotipos, Titulo VII, llamado “trabajo de mujeres”.
La ley de contrato de trabajo es de 1974, otro contexto histórico y relacional; por lo tanto, su interpretación debe ser realizada bajo un criterio evolutivo. Las relaciones sociales actuales y los compromisos internacionales en materia de Derechos Humanos requieren que su aplicación no incurra en prácticas discriminatorias. Cuando la norma fue aprobada en aquel entonces las mujeres tenían menos autonomía: no tenían derecho al divorcio vincular, el adulterio era considerado un delito y hacía tan solo 27 años que podían votar.
La lucha de los feminismos consagró derechos que se encuentran plasmados en diversas leyes e instrumentos internacionales con jerarquía constitucional como la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, de 1985 (CEDAW), entre otros instrumentos fundamentales que establecen los estándares mínimos en materia de derechos que son obligación de los Estados.
El derecho como igualador
La desigualdad estructural en la que se encuentran las mujeres se refleja en varios aspectos: por una parte, tienen menor participación en el mercado de trabajo, tienen dificultades persistentes para alcanzar puestos de decisión y jerarquía (segregación vertical) y una sobrerrepresentación en el empleo precario, informal y socialmente menos valorado (segregación horizontal).
Ocurren fenómenos como el techo de cristal o piso resbaloso, que es una barrera invisible generada por la discriminación indirecta. Todos estos obstáculos se interrelacionan con la sobrecarga de trabajo reproductivo no remunerado: las tareas de cuidado que se asumen “naturalmente” asociadas a las mujeres.
El mandato social vinculado a la maternidad, el ideal de “buena madre” y las tareas domésticas que pesan sobre las mujeres dificultan la incorporación en condiciones de igualdad respecto a los hombres en el mercado de trabajo; esto se agrava significativamente en las mujeres que pertenecen a los sectores de menores ingresos. Aunque todas son objeto de la misma discriminación de género, las mujeres que pueden pagar o disponer de servicios de cuidado se encuentran en mejor situación respecto a las que no pueden hacerlo.
La discriminación es parte de un sistema de relaciones de poder. Ni los varones ni las mujeres son categorías homogéneas. Están atravesadas, al mismo tiempo, por otros factores tales como la clase, la raza, la edad, las responsabilidades familiares, la religión, la identidad sexual, el lugar de origen, etcétera.
Para lograr mejorar las condiciones de vida de las mujeres es imprescindible el desarrollo de la autonomía física, económica y política. La distribución desigual de las responsabilidades familiares y la carga de trabajo no remunerado en el ámbito doméstico reproduce y refuerza la situación de injusta sobrecarga que éstas padecen. Las mujeres dedican en promedio 6,4hs diarias al trabajo doméstico no remunerado mientras que los hombres dedican 3,4hs.[2]
Los varones deben asumir mayores responsabilidades en las tareas domésticas y de cuidado. Y no solo debemos entenderlo como una responsabilidad sino también como un derecho. Como parte de la construcción de nuevas masculinidades. Los varones tienen derecho a cuidar, y es primordial que la legislación en materia laboral y los criterios judiciales acompañen este derecho.
[1] El criterio provenía del plenario Nro. 272 «Drewes, Luis c/ Coselec» (1990)
*Abogada UBA. Diplomada en relaciones del trabajo y sindicalismo FLACSO. Formada en género y derecho
[2] Fuente: encuesta de trabajo no remunerado y uso del tiempo del INDEC (2013)