EL AGUA ELECTRIZADA

 

Por C. E. Feiling

CAPÍTULO “LUNES 31 DE JULIO DE 1989”

Los uniformes se distinguían desde lejos. Al final de la calle por la que Raúl y él avanzaban, junto al acceso a los nichos, pequeñas manchas verdes y grises –de fajina– alternaban con otras azules. Dos o tres gorras blancas se movían de un lado al otro, como haciendo señales en alta mar. La palabra “necrópolis”, ¿no era absolutamente descriptiva en el caso de la Chacarita? En el mapa a escala de Buenos Aires, el cementerio ocupaba un enorme espacio: Necrópolis, Chacarita, verdadera capital de la Argentina. Donde la muerte hallaba la dimensión vulgar que le correspondía, previsible en la sorpresa como un desenlace de teleteatro. “Te extrañamos”. Muchísimas placas “Te extrañamos”, nada de sit tibi terra levis, dis manibus sacrum, sino un mensaje cursi dirigido al vacío. Tony sintió a la vez odio y temor; odio por el país, por ese sol incongruentemente tibio brillando sobre los apellidos españoles e italianos. Un sol ridículo para el último día de julio. Y temor, mucho temor de encontrarse de nuevo entre uniformes, absurdo temor de que alguno de los oficiales a los que se acercaba le pasara un parte de castigo. Por no haber seguido la carrera, como el Indio. Por haber ingresado a Filosofía y Letras, todos subversivos, todos judíos. Había tolerado con dificultad la narración de Raúl, en el Citröen cuya trabajosa marcha provocaba náuseas. La pistola había sido disparada con la mano izquierda, cosa extraña en un diestro. Los otros detalles también eran desconcertantes. Por un lado, el Indio se había hecho un seguro de vida la semana anterior, cuyos beneficiarios eran sus padres… Pero eso de llegar a su casa, de licencia después de una guardia, concertar una cita con un compañero de Ciencias Políticas de la Católica… ¿Y pegarse un tiro? Sabiendo, además, que su madre no podría tardar mucho en volver del cine, y que ella sería la primera en encontrarlo muerto. El motivo obvio lo habían descartado rápidamente. Juan Carlos no había tenido una recaída, puesto que los análisis estaban bien. La variedad de leucemia por la que lo habían tratado –¿linfoblástica aguda?– tenía un alto porcentaje de recuperación; llevaba más de dos años sin medicar, y del todo sano. Suicidio o accidente, las preguntas eran por qué y cómo. Para impedir que Raúl tuviese una nueva oportunidad de reiterarlas quejosamente –estaba seguro de que no vería más a Raúl, de que no quería ver nunca más a Raúl–, Tony se abstuvo de referirle la conversación telefónica que había mantenido con el Indio el viernes anterior. No el tipo de charla de alguien a punto de suicidarse. Como siempre, se habían burlado el uno del otro, conscientes de que no podían hablar abiertamente sobre ningún tema.

–¿Alfonsín? Alfonsín es un zurdito de los que a vos te gustan.

–Indio, si Alfonsín es zurdo yo soy Santucho. O el Papa cree en Dios. ¿Leíste el libro que te pasé, cretino?

Por causa de esas digresiones de las que está hecha toda conversación, Juan Carlos no había respondido aquella pregunta. Tony tuvo la seguridad de que, así como ya no quería ver a Raúl, jamás recuperaría su ejemplar de Cesar, la edición de Loeb que le había prestado al Indio. Era injusto, pero era el típico discurrir de sus pensamientos: ponerse a pensar en un libro, contestar con monosílabos las angustiadas afirmaciones o preguntas de quien marchaba a su lado. ¿Pero por qué se habría convertido Raúl en un idiota, un empleado bancario incapaz de decir otra cosa que frases hechas? Multas per gentes et multa per aequora vectus. Adveni has miseras, frater, ad inferias. El texto que, apropiadamente, tendría que haber trabajado esa misma noche –pero iba a faltar– con sus alumnos del práctico de Latín, un recuperatorio. Multas per gentes. Habían llegado por fin al grupo de gente, civiles y militares mezclados, que estaban esperando el féretro. Comenzó a saludar a ex compañeros, odiados todos. O quizá simplemente despreciados, como ellos lo habían despreciado por su falta de interés en el fútbol y las chicas de San Isidro. Le sorprendió que muchos no estuvieran de traje, que algunos llevaran trajes claros. El loquito de la promoción, en cambio, era el único que no olvidaba el Manual de urbanidad y buenas costumbres.

Trajeron el ataúd en el momento en que Tony intentaba liberarse de la madre del Indio. Llorando, más bien gritando su llanto, devastadoramente, lo había abrazado con tanta fuerza que él se descubrió utilizando las manos no para el consuelo –livianas sobre la espalda, bueno bueno palmadas–, sino para apartarla, como si fueran dos improbables contrincantes de un torneo de catch. Decididamente, las consolationes eran un género retórico para el que él no estaba dotado. Aunque hubiera sido bueno poder revestirse de la olímpica hipocresía de Séneca, aquella de la que hacían gala sus ex compañeros, celebrando el primer muerto de la promoción como si se tratase de una boda o un bautismo. No faltaría quien sugiriera una placa. Nunca te quisimos, pero es nuestro deber grabar lo contrario en bronce.

Con el ataúd llegó un sacerdote. Sólo cuando comenzó, evidentemente a desgano, a pronunciar una brevísima oración, Tony se dio cuenta de lo irregular del procedimiento. El Indio no había pasado por la capilla donde todos los muertos de la Chacarita, tras hacer cola como en vida, recibían la doble bendición del hisopo y las palabras escupidas de un cura. Aspergas me, domine, et inmundabor. ¿Había sido suicidio, entonces? Una muerte incómoda para la valiente muchachada de la Armada, una muerte cuya evidencia debía ser escondida con mayor celeridad que la habitual. Pero suicidio por qué. Pero accidente cómo. ¿Algo en la Psicopatología, acerca de un oficial que casi se había matado por juguetear con la pistola? Ese había sobrevivido, sin embargo. Para que los seudointelectuales argentinos lo interpretaran después de muerto. Sobreinterpretaran.

Ya estaba hablando el Turco, otro que había seguido la carrera. Valor. Patriotismo. Infantería de Marina. Integridad Moral. Amistad. Tony empezó a llorar de nuevo, detestándose por sucumbir a la triquiñuela de esas palabras altisonantes: valor, patriotismo, amistad. De algún modo, el Indio había muerto a causa de unas palabras, o al menos llevado una vida de mierda por culpa de ellas. Casi a punto de expresar en voz alta lo que expresaba, se sintió observado. Era el único, además de la madre, que estaba llorando, con un llanto tan fuera de lugar como la muerte misma. Pero no. No era el único, también estaba esa chica que había llegado tarde, detrás del Capitán de Corbeta… Irene. Con el esfuerzo de atraer su atención, Tony dejó de llorar. Fue el momento justo, porque el imbécil del Turco ya arrancaba con la Guerra de Malvinas. The Fucklands. La Armada había tenido el buen tino de no convocarlo, dudando tal vez de la lealtad del Guardiamarina de la Reserva Anthony Edward Hope, Cuerpo Comando Escalafón General. Juan Carlos, en Goose Green, había sido la única razón por la que él hubiera lamentado que los ingleses mataran más militares argentinos. Aunque era cierto que la clase media se lo merecía, como se merecía todas las lacras: los militares, el Peronismo, la Iglesia Católica.

Irene. ¿Cómo no había pensado que ella iba a estar en el entierro? Irene, Irene que no lo miraba, que no lo veía. El recuerdo de una tarde en Gonnet, vergüenza retrospectiva.

Nos ubi decidimus quo pater Aeneas, quo Tullus dives et Ancus. Pulvis et umbra. Sumus. No lograba recordar el pasaje sobre Pirítoo y la impotencia de Teseo. Era un alivio, de todos modos, haber salido de esos corredores, haberle puesto fin a la catábasis de rigor. Un larguísimo cuarto de hora antes, habían descendido las escaleras y marchado tras el ataúd, en busca del lugar, del número –otro número, éste la matrícula definitiva– asignado al Indio. Como el nicho era el segundo empezando desde arriba, habían tenido que forcejear. Para colmo, el óxido de uno de los cuatro pernos de la losa había logrado que la gente del cementerio optase por dejar el nicho abierto. Tony, que durante todo el tiempo de la marcha había estado intentado acercarse a Irene –imposible, el grupo era grande, las circunstancias inapropiadas para abrirse paso como en un colectivo– se reprochó a sí mismo la tentación de ver algo inusual en los contratiempos del entierro. Entierro sin inhumación, un defecto del idioma para designar lo que hacían con los cadáveres: meterlos en la pared, en un boquete fétido. Y alquilado. También le resultaba difícil sustraerse a la idea, más peregrina aún, de que varios de los presentes se hubiesen hecho un reproche similar. Como si la intrusión de irregularidades en la ceremonia, que debía ser algo bastante común, significara que no había sido accidente. O suicidio. Cuando lo más probable, sin embargo, era que tanta prisa, incomodidad y descuido se debiesen al olor. Sólo un ingenuo podría empecinarse en que eran las flores podridas, en que pensar otra cosa era un prejuicio contra los cementerios. Prejuicio contra los cementerios, qué modo idiota de llamar a la única certeza. ¿Cómo era? Hoc veniendum est tibi, el final de uno de los mas sardónicos en la antología de Plessis. Because it only registered a fact: you need not whistle, but I shall come to thee.

Se había rearmado el Liceo Naval. Raúl estaba con ellos, y parecían todos contentos de verse. Alguno, con ese sentido de la oportunidad que sólo se adquiere tomando whisky –varios whiskies– tras el partido de rugby, escrutaba incipientes calvicies, medía los cambios corporales.

–¡Cómo vuelan las chapas, eh!

Tony les volvió la espalda, decidido a que se notara. Inmediatamente después lo lamentó. En verdad no quería ofender a sus ex compañeros: para eso hubieran tenido que interesarle. Les hubiera sonreído, se hubiera unido al grupito para intercambiar lamentaciones, quizás algunos chistes, pero necesitaba evitar que se le acercasen. Irene no podía tardar mucho en salir. Se había ido a Francia, nueve años atrás, para vivir con su padre. Hija de divorciados, el patrón habitual. Tony sabía por el Indio que había vuelto, estaba estudiando. Si no la había visto era porque tampoco había visto a Juan Carlos durante los últimos meses; preguntarle mucho por ella –por teléfono, excediendo los requerimientos vagos de la cortesía– hubiera sido como confesar algo. Confesarse algo a sí mismo.

–¿Antonio? Hola.

Debía haber salido momentos antes que él disimulada entre la gente, los uniformes. En el instante que precedió al beso en la mejilla, inimitable suavidad, obtuvo un primer plano de la blancura del rostro, los ojos de un color claro indefinido –verde, gris, azul–, el pelo muy negro, la boca entreabierta.

–¿Te acordás de mí? Irene Lousteau.

–Cómo no, la hermana de Juan Carlos. Pero estás cambiadísima, eras tan chica.

¿Por qué? ¿Por qué le decía eso? No había sido tan chica aquella tarde, en realidad. Ambos se acordaban. Era imposible que ella no se acordase.

–Nueve años que no te veía, y ahora esto. No te voy a decir que lo lamento, porque no es cierto. Me da bronca, no entiendo nada.

Breve retorno de lágrimas a los ojos de ella, que refluyeron de pronto. Tony se imaginó, arcaico, ofreciéndole un pañuelo que no tenía.

–Ya sé, nadie entiende. Gracias. Yo te veo siempre en la Facultad, los miércoles, pero no me animé… Estoy haciendo Historia del Arte. ¿Vos enseñás Latín, no?

–No tenía idea de que estabas en la Facultad.

Había sonado falso, aunque era literalmente cierto. La hubiese buscado, hubiese hecho que pareciera una casualidad. No. La hubiera evitado, consciente de que aquel recuerdo, a la vez vergonzoso y fascinante, se había vuelto un símbolo de su relación con las mujeres. His dealings with the sex, curioso sobreentendido.

–Lo que sí me dijo el Indio es que estás viviendo, bueno Juan Carlos…

–Sí, con una amiga. En Belgrano. Juan Carlos no quería. Ahora voy a volver a casa por un tiempo. Mamá está muy mal, y a papá todavía ni le avisamos.

–Decime. ¿No tenés idea?

Y la pregunta peor, la única inevitable.

–¿No dejó nada?

En ese mismo momento, la madre del Indio, que los había visto, se le echó a los brazos de nuevo. Tony vio que Irene se mordía el labio inferior, moviendo la cabeza con un gesto negativo. ¿Dubitativo? La belleza triste. Nada.

Fue imposible seguir hablando. Con tanta ayuda exhibicionista por todas partes, con tanto consuelo declamado, llevar a la madre de Juan Carlos hasta el coche absorbió las energías de ambos. Pero Irene bajó el vidrio de la ventanilla antes de arrancar.

–¿Tony? Te llamo, mamá tiene tu número.

Aparentemente, la mirada había querido decir: te llamo si me entero de algo, si encuentro algo que mi hermano haya dejado. En su propia mirada, Tony intentó poner: claro, llamame por Juan Carlos, si sabés algo. Y también por.

–Llamame, sí.

Raúl estaba esperando en el Citröen, seguramente aterrorizado de que le hicieran una boleta. Tony extrajo el paquete de cigarrillos y estrujó un envoltorio vacío. Haciendo el gesto de fumar, señaló al otro lado de la avenida, junto a la entrada del subte. Se había acordado de la matrícula del Indio, siete seis ocho. Cruzó corriendo y encendió un Particulares inmediatamente después de pagar. Luego fue hasta las escaleras para iniciar otro descenso. Con deliberación, fumando: adiós Raulito.