Por Mauricio Murillo Aliaga
—Pasame más paja.
La primera vez que el viejo habla, Tomás no lo escucha. Está mirando el horizonte. Cree descubrir una pequeña línea que se pega a los cerros del fondo como un neón lejano. El viejo está renegando. Ha dormido mal y la humedad de la madrugada no dejó que las medias dentro de sus botas se secaran, tiene los pies húmedos, helados.
—Más paja te he dicho. Te estoy repitiendo. Pasame para el fuego.
Esta vez Tomás sí oye. Dirige su mirada hacia él, pero no dice nada, tampoco se mueve. Se incorpora. Tiene una colcha sobre los hombros, la sostiene con una mano a la altura del pecho, como si fuera un gancho. La mano no se mueve, forma un puño, como la medalla maciza de un collar, como un amuleto de carne.
—Creo que ya no hay.
No está oscuro, pero es difícil ver sobre la tierra negra. Tomás no encuentra ni una rama. No sabe si se han acabado o si no está buscando bien.
—¿Cómo no va a haber? Andá a buscar.
—Ya, pero no sé si voy a encontrar.
Tomás no encuentra la leña. Se ha acabado. Le dice eso al viejo.
—Se ha acabado.
El viejo no habla. Mira la pila de brasas y cenizas en el suelo que está entre los dos, un pedazo de tierra quemada, una masa de algo que se ha acabado. Está acostado, cubierto con varias mantas, apoya la cabeza en una piedra dura. Se desabriga violentamente y se incorpora.
—Carajo.
No dice nada más. No lo riñe ni se pone a buscar en la penumbra. Los restos de la fogata chisporrotean apenas. La luz que dejan debajo de sí mismos los leños carbonizados parece de otro mundo, una luz fosforescente, anaranjada o azul. Tomás piensa que lo que está encima de esa luz va a flotar. También piensa que es una puerta o un pozo. No entiende ese color que sale de la madera y no de un enchufe. El viejo mete sus colchas a una mochila. Es el único ruido que Tomás escucha, el de la tela frotada. No hay nadie ni nada alrededor, solo paja y planicie, las montañas al fondo. Tomás imita al viejo y alista todas sus cosas.
No sabe cuánto más caminarán. Al principio tampoco sabía nada. Si iban a atravesar pueblos o bajar hacia el valle, o si se iban a esconder días. Tampoco está seguro de qué es lo que buscan. El viejo es el que decide todo y no le dice mucho. Hace unas semanas, algo empezó a atacar a los animales de la comunidad. Una mañana, un vecino llamó a la gente y les mostró el cuerpo sin cabeza de una de sus llamas. El cuello abierto dejaba ver la punta de una columna vertebral rodeada de piel rasgada. El piso estaba cubierto de sangre, una mancha grande y redonda en la que reposaba el cuerpo blanco. De la mancha salía un hilo tupido y más oscuro que bajaba por el terreno inclinado y se hacía campo entre la tierra. Al principio todos se empezaron a culpar, el dueño de la llama estaba seguro de que un vecino había decapitado a su animal. Unos días después volvió a pasar, esa vez desapareció una cría. Los ataques se repitieron. Un canal de televisión fue a filmar lo que pasaba. En su reportaje los periodistas decían que algo estaba atacando a las llamas y a sus crías. Mostraban lo que había quedado del último asalto. En el suelo se podía ver el cuerpo vaciado de una llama, sin ningún órgano, abierto como una tela, puro cuero. Los comunarios le explicaron a la reportera que creían que una jauría de perros salvajes vivía en una de las cuevas de los cerros y que esos perros eran los que atacaban a las llamas. Mataban a los animales adultos y se llevaban a las crías, que nadie volvía a ver.
Se perdieron varios animales. Luego de los ataques, decidieron ir tras los perros y darles caza. Se repartieron en grupos de tres y marcaron en un mapa dibujado en la tierra qué territorios cubrir. Tomás y el viejo al principio estaban acompañados por un hombre más, Gerardo Vargas. La primera noche, esta es la segunda que duermen a cielo abierto, el viejo no podía dormir.
—Me estoy soñando. Con el pueblo, con las mujeres del pueblo.
Al principio Tomás y Gerardo no le hicieron caso.
—Tienes que ir al pueblo Gerardo.
—El Tomás que vaya. No sabe usar el arma. ¿Cómo va a matar a los perros?
—Andá nomás, vos. Andá a averiguar. El Tomás me va a cuidar. Está todo bien, pero tienes que volver.
Gerardo se quedó sentado en cuclillas, moviendo la mandíbula. Se paró sin decir nada. Arregló sus cosas y se fue caminando en dirección contraria. El viejo había dicho que estaba bien eso, que se separaran. Le había dicho a Tomás que ahora tenían que seguir buscando.
—Ya vamos a llegar. Mañana vamos a descansar todo el día y luego en la noche vamos a entrar a las cuevas.
Antes de partir, los hombres habían hablado de perros y de cuevas, pero parecía que había algo más, sino no estarían viajando tanto. Eso piensa Tomás pero no lo dice. No quedaban muchas llamas ya, así que a Tomás le parece que en vez de dejarlas, podrían haberse quedado a cuidarlas con los rifles, haciendo turnos en las noches.
Se detienen un momento a un lado de la carretera. El viejo se apoya en su rifle y mira a un costado, como esperando que un auto aparezca. Tomás lo imita. No aparece nada, nada cambia, no escuchan ningún ruido. La carretera es como la sombra alargada de un hombre altísimo, inimaginable. Tomás mira ese río negro, le sorprende su quietud. Sabe que más allá está el río de verdad, pero en la noche, en la oscuridad de la noche, este le parece más real, le da miedo cruzarlo. El viejo camina y atraviesa la carretera. Tomás lo sigue. Al otro lado descansan para desayunar.
Han caminado poco en el día. Empieza a anochecer y Tomás no entiende por qué avanzan a un ritmo tan lento. Ni siquiera son las ocho, o eso le parece, y el viejo prende la fogata y arma su cama al lado.
—Vamos a dormir poco y nos vamos a levantar a media noche. De ahí seguimos. Estamos cerca, no falta mucho.
Tomás hace su cama. Se mete porque el frío comienza a arreciar. El cielo parece que está apenas a unos metros. Más bien la luz de las estrellas. Tomás no sabe si ha levantado la mano, superponiendo sus dedos a la masa negra y agujereada. Mueve los dedos. Las estrellas pasan entre su piel, como un cernidor frente a una lámpara. Le parece escuchar un sonido que sale de sus dedos. Deja la mano quieta. Hace un puño y las pequeñas luces desaparecen.
El viejo sacude a Tomás que tarda en darse cuenta de lo que pasa. Le alcanza un caneco con algo caliente. Tomás se sienta. Bosteza. De a poco entiende dónde está y qué está sucediendo.
—Apurate. Vamos a caminar ahorita. Tomá rápido —le dice el viejo.
Tomás tiene las colchas rodeando sus hombros. Está usando unos guantes con las puntas de los dedos cortados. El calor de la taza toca las puntas de sus manos. Toma con las dos palmas la taza y la acerca a la boca. Quiere sentir el calor del líquido. Sopla hacia adentro y el vapor que sale le calienta la cara. Sopla una vez más.
Cuando apenas han caminado unos minutos ven adelante una sombra que se acerca. Al principio Tomás tiene miedo, pero el Viejo no disminuye la velocidad, continúa sin parar. Tomás levanta su rifle.
—Guarda eso. Como si fueras loco estás —dice el viejo.
La sombra se va acercando. En el suelo, delante de él, el as de una linterna se corta iluminando un círculo movedizo y blanco. La sombra se detalla en un hombre, mayor también, como el Viejo. Tomás lo reconoce, lo ha visto algunas veces. Saluda al viejo, pero no le dice nada a Tomás, ni lo mira.
—¿Vos también estás buscando? —pregunta el viejo.
—Sí, pero estoy volviendo nomás.
—Nosotros no todavía.
—Hay un bloqueo de autos, por eso no hay camiones ni nada.
—¿Y? Igual estamos yendo hacia los cerros.
El hombre apunta la linterna directo a la cara de Tomás.
—Yo creo que no voy a seguir, igual no voy a volver al pueblo —dice.
—Vamos —le dice el viejo a Tomás.
Hace un gesto con la mano, despidiéndose. Tomás lo imita. El hombre se aleja mientras ellos caminan. Tomás gira la cabeza. Los costados de su cuerpo están iluminados por líneas amarillas que salen de la luz de la linterna. Un borde que lo recorta de la noche y parece que lo trae de otra dimensión, también parece un efecto antiguo de televisión.
—Vamos —dice el Viejo.
Caminan en silencio. A veces Tomás tropieza con alguna piedra y el Viejo se adelanta. Llegan al vado de un río.
—No es hondo.
El viejo habla sin moverse. No ha metido ningún pie en el agua.
—La cagada es el frío. No hay que mojarnos.
Tomás descarga su mochila. Se acuclilla y busca dentro revolviendo mantas y ropa. Saca una lona de plástico azul doblada varias veces. La extiende en el piso. Plancha la lona con las palmas de las manos, como acariciándola. Luego la recorre juntando y separando el pulgar y el meñique. Agarra un chuchillo y trocea el plástico. Hace un corte rápido sobre un pliegue marcado. Mira los cuatro pedazos iguales que ha dejado en el piso. Le pasa dos al Viejo, no le dice nada.
—¿Tienes pita? —pregunta el Viejo.
—No tengo —responde Tomás.
—Sacate tus guatos.
Tomás se agacha y empieza a desanudarse los suyos. El Viejo hace lo mismo. Cuando tienen los cuatro cordones, amarran el borde de los plásticos a sus tobillos. El Viejo camina unos metros para probar su invención.
—Ven —dice.
Tomás le hace caso. Caminan sobre el agua helada. Llegan al otro lado. Han logrado protegerse, apenas se han mojado. El Viejo se saca los plásticos. Se los pasa a Tomás y guarda sus guatos en los bolsillos. Tomás quiere anudarse de nuevo los zapatos.
—No hay tiempo —dice el viejo—. Luego te amarras. Van a aguantar.
Tomás observa un cerro alto. Le parece que es rojo, pero en la noche no puede saber de verdad si lo es.
—Allá estamos yendo.
El viejo descansa un rato mientras masca un pan. Toma un poco de agua.
Hace algún tiempo, un pueblo cercano en el que vivían familiares de Tomás quedó destruido. El río que fluía en su borde, un río mucho más grande y caudaloso que el que acaban de cruzar, se desbordó. Todo el pueblo se inundó. Muchas de las casas se llenaron de agua y otras se derrumbaron. El agua arrastró a algunas personas. La mayoría de los animales se murieron, ahogados o enfermos. Cuando Tomás escuchó la noticia, el sufrimiento de sus familiares era algo lejano, algo que no lo afectaba y que podía ignorar con facilidad. Los de su pueblo fueron a ayudar pero no había mucho que hacer. Ahora, que está frente a esa montaña, ese dolor ajeno no le parece tan distante, ahora le parece real. Piensa que algo mayor está pasando. Algo se está ordenando, algo malo. Y nadie se da cuenta, nadie ata los cabos o, lo que es más grave, nadie hace ni hará nada para salvarlos.
Llegan a la falda del cerro. Es más bajo de lo que Tomas creyó al verlo de lejos. Frente a ellos se dibuja la entrada a una cueva, un pedazo denso y oscuro que se abre camino entre la roca y la tierra. El viejo prende su linterna.
—Prendé también.
Tomás le hace caso. La cueva es estrecha pero honda. No ven el final. Caminan pegados apuntando las linternas hacia el suelo, hacia las paredes y hacia el techo, sin detener en un lugar los haces de luz. Llegan a una bifurcación.
—Yo voy por acá —dice el Viejo mientras saca su escopeta—. Cualquier cosa, vas a gritar. Sacá tu arma pues. Voy a estar llamándote y hablándote.
Tomás agarra su escopeta con las dos manos, sin soltar la linterna. Revisa que esté cargada y empieza a caminar. El pasadizo es más estrecho, el techo es alto, el corredor es como un ataúd sin base, como un umbral. Avanza sin saber bien por qué o hacia dónde. La cueva empieza a convertirse en un laberinto de túneles. Desde que se ha separado del Viejo ha cruzado dos bifurcaciones o eso cree. Eligió los caminos sin pensar. Grita el nombre del Viejo. Espera en el silencio, quieto.
—Sigo acá —escucha la respuesta y se tranquiliza—. Me he perdido, pero te escucho. Seguí buscando.
No se detiene y vuelve a toparse con una división. Ahora son tres caminos. Elige el del medio.
Le vienen de golpe otra vez las imágenes de los cuerpos vaciados de las llamas, abiertos, botados sobre un charco de sangre. Empieza a tener miedo, un miedo que no sintió ni con la inundación ni con el ataque a los animales del pueblo y piensa que ese ataque a las llamas no fue algo aislado y menos algo que está por acabar. Piensa que primero fueron las llamas, que luego serán los otros animales, hasta que no queden llamas ni sus crías a quienes atacar, hasta que al final los perros salvajes vengan por los demás. Todo quedará devastado, borrado, como el pueblo inundado de sus familiares, comido, masticado.
Escucha el movimiento de algunas piedras, algo que se arrastra, patas o pies que se mueven sobre la tierra. Es el viejo, se dice a sí mismo. Son pasos, se dice. Adelante no hay nada, no ve nada. Pero oye.
—Mirá. Ven a ver esta mierda —el grito del viejo viene desde otro lado. Cerca de la salida.
No responde. Tomás no se mueve. Tiene la linterna apuntando hacia delante, donde hay una curva y el pasillo sigue hacia la izquierda.
—Es como una estatua, pero chica.
Algo se mueve a la vuelta del pasadizo. Apunta la linterna hacia la esquina. Algo se mueve. Una luz se prende de a poco desde el fondo del corredor que no puede ver Tomás. Una sombra se proyecta. Más bien, son varias sombras que se mezclan. Varios cuerpos que se acercan. Los perros. Tomás deja caer la linterna y apunta con la escopeta hacia delante. No puede evitar pensar en el pasado, piensa en la pérdida, no sabe por qué, porque en realidad debería estar pensando en escapar o en disparar, piensa en su pueblo. Recuerda las llamas destripadas y comidas por dentro. No quiere terminar así. Piensa en las crías desaparecidas. Retrocede de espaldas hasta que choca con una pared, como si detrás de él se hubiera cerrado el pasillo. La linterna ha quedado con el foco pegado a la pared y la única luz ahora es la que sale del corredor que no se puede ver. Lo que ha aparecido a la vuelta del pasillo se acerca. La luz que ilumina detrás de eso es más fuerte ahora, pero incluso así no es brillosa, es como grasosa, piensa Tomás, sucia. Siente los pasos cerca, una respiración o varias. Distingue un gruñido. No sabe qué es eso que se acerca, eso que proyecta una sombra en la pared de un costado. No parecen cuerpos de animales sino las sombras de tentáculos que se mueven y se arrastran. Las manos le tiemblan pero no baja la escopeta. Su dedo está paralizado. No son perros, piensa. No pueden ser perros.
Mauricio Murillo Aliaga nació en La Paz en 1982. En 2010 ganó el Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo con su relato “El torturador”. En 2011 publicó la novela corta Los abismos posibles (Editorial El Cuervo). En 2017, la novela Sombras de Hiroshima (Editorial 3600). Cuentos suyos han aparecido en distintas antologías y revistas digitales nacionales e internacionales.