EL LARGO CAMINO HACIA LA CALLE CORRO

Por Fabián Domínguez

No fue fácil llegar a la reunión. Cada asistente recorrió un largo trecho antes de entrar a la casa de la esquina de Corro y Yerbal, en Villa Luro. Quién llegó primero a la reunión es lo de menos. Eran cinco militantes que cargaban con la angustia del presente y el peso de la experiencia recogida en el pasado, sabiendo que el futuro se construye con tiempo y con sangre. En el horizonte no se veía el amanecer, sino un crepúsculo oscuro, sin estrellas, que conducía a una noche cada vez más oscura. Muchos de sus compañeros optaron por el exilio, en cambio ellos eligieron otra trinchera, una casilla en la villa, un monoambiente cuyo dueño desconocían o una casa escondida en un barrio perdido. Es que esos oficiales Montoneros no salieron de la nada, sino que eran herederos y continuadores de la resistencia peronista, y estaban allí para organizar la nueva resistencia, esta vez enfrentados a un poder genocida obediente de las órdenes que provenían del centro del poder político y económico mundial.

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El día que María Victoria Walsh entró a la casa cumplió 26 años. En su familia le decían Vicky, pero ella se hacía llamar “Hilda”, en homenaje a una zafrera tucumana. Llegó con su beba en brazos y con un pasado de periodista y dirigente gremial que la llevó a enfrentarse con el director de La Opinión, Jacobo Timerman. Heredó de su padre Rodolfo el oficio de cronista y también el legado del hombre que escribió el primer libro que la resistencia peronista adoptó de inmediato. Ella lleva un diario personal donde redactó un oráculo sobre su propia derrota, pero eso no le impide fundirse con los otros, encontrar entre ellos un lugar de pertenencia. Como Juana, la de Orleans, dispuesta a ser quemada en una inmolación por algo superior, o la Azurduy, que perdió a sus hijos y a su marido por ver a la patria liberada.

Es posible que José Carlos “Tucu” Coronel (32) llegara a la reunión con una rima en la cabeza, o alguna frase, o tal vez ya tuviera el poema entero y solo necesitara el papel para plasmarlo. Hijo de ferroviario, abogado por la Universidad Nacional de Tucumán, fue corresponsal en Jujuy del diario El Tribuno de Salta. Como militante participó del Tucumanazo y, ya integrado a las FAR, formó parte de la toma de Garín. Conoció la cárcel de Devoto, y allí su fanatismo por César Vallejos lo impulsó a escribir el poema Totalmente incomunicado. Una vez liberado no dejó de militar ni de escribir, y llegó a publicar Gestos y algo más.

Alberto “Tito” Molinas (37), también conocido como “Chacho”, sufría por la muerte de su hermano Carlos, asesinado un año antes, y a su vez sabía que los que sobrevivieron seguían con su militancia, yendo a una muerte segura si permanecían en el país. Santafecino, médico, recibido en la Universidad Católica de Córdoba, participó de la toma de La Calera en 1970. Lejos quedaron los días de música y poesía, cuando escribió para la Cantata Montonera y homenajeó a Sabino Navarro: los engañamos, hermano/ ellos creen que te tienen/ y solo guardan tu cuerpo/ sin las manos/ que siguen armadas/ en brazo de tu pueblo.

El que llegó con la cabeza erguida, mirando de frente y seguro de tanta lucha, fue Ismael “Turco” Salame (39). En su Tucumán natal sufrió la injusticia del cierre de los ingenios por parte de la dictadura de Onganía, en 1966. Estudió derecho, militó en la JP, participó del Tucumanazo y luego se volcó de lleno al Luche y vuelve, por la vuelta del exilio del general Perón. Su recorrido y sus vínculos con las militancias juveniles de otras organizaciones lo llevaron a forjar una amistad con Alberto Nadra, de la Federación Juvenil Comunista. Con la dictadura en pleno desarrollo, el dirigente de la Fede le ofreció una salida inmediata a Cuba. El Turco estaba seguro de rechazar el exilio y quedarse a combatir junto a sus compañeros.

“No hay amor más grande que dar la vida por los demás”, era la frase de Jesucristo que latía en el corazón de Ignacio “Nacho” Bertran (29), un egresado del Colegio El Salvador y ex seminarista jesuita. Descubrió el rostro descarnado de la pobreza en las afueras del Colegio Máximo, caminando por San Miguel Oeste, Santa Brígida y en su refugio de Castelar. En 1967, al año siguiente de entrar al seminario, leyó Populorum Progressio de Paulo VI y no dudó en militar y enfrentar a la dictadura de Lanusse. Un párrafo del texto hablaba sobre la necesidad de tomar las armas ante una dictadura que atentara contra los derechos fundamentales de las personas y dañara el bien común del país. Esa necesidad se acentuó una década después ante el genocidio de Videla.

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El coronel Roberto Roualdes tenía el dato de una reunión de Montoneros; soñaba que tuvieran dinero para sus operaciones políticas y así sumar a las migajas que rapiñaba para abrir una cuenta en Suiza. No le gustaba andar solo, al oficial del Primer Cuerpo: se movía siempre con una patota. Pero esa mañana no se sentía tan seguro y decidió llevar a 150 conscriptos, unos pobres hombrecitos temblorosos, civiles con ropas militares que estaban ahí para cumplir órdenes, y la orden esa mañana era tirar a matar.

A las 8 de la mañana del 29 de septiembre de 1976 el sol ilumina Villa Luro. Una compañía de 150 fusiles de guerra rodea la casa. Cuando la balacera se inicia, un tanque y un helicóptero refuerzan el ataque. El ferrocarril Sarmiento detiene la circulación de sus formaciones ante el peligro de impactos de bala. Las maestras de la escuela cercana esconden a los niños debajo de los pupitres. La balacera no se detiene en toda la mañana. Antes del mediodía los disparos llegan desde la terraza, hasta que en un momento se hace silencio. El oficial ordena el alto el fuego, toma un megáfono y ordena la rendición incondicional. Desde la terraza de la casa, dos combatientes se ponen de pie y se escucha una respuesta clara y contundente: Ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir. Y se disparan en la sien. El pecado no era hablar, sino caer en manos enemigas.

Al silencio de las armas le siguió una granada al interior de la casa y el jefe del operativo pensó que el triunfo era suyo. Roualdes no comprendía que sus obscenas y macabras liturgias de desapariciones, vuelos de la muerte, saqueos y robo de identidades, eran estériles y solo construían fracaso. El oficial genocida no entendió la ironía del destino cuando, al entrar a la casa, en vez de hallar cadáveres lo primero que vio fue, sentada en una cama, a una beba llamada Victoria.

No son los únicos que resistieron. El combate fue casa por casa, y la sangre regaba nuevos héroes. En la esquina de Catamarca y Asunción de Martínez resistieron los Lanoscou; en Villa Adelina fueron Rave, Hurst y Corti los que no se entregaron; en Haedo fue Julio Roqué el que espera con los dientes apretados y el gatillo presto. Y en la calle Corro los cinco repiten el gesto de sembrar con su propia sangre. Las centurias no olvidaron a Leónidas y sus 300 espartanos que resistieron los embates de miles de lanzas persas. Ellos siembran un continente con ese gesto, a pesar de la derrota. Y hoy, a cuatro décadas de aquel combate de la calle Corro, los que hicieron un largo camino para llegar a esa trinchera y resistir nos legan una patria libre del yugo de la dictadura, y nos dejan la tarea de continuar la tarea por la liberación.