Por Melisa de Oro (1)
Vivimos en un sistema que nos marca la cancha del juego social, que nos fija los límites donde nuestro ser puede manifestarse y crecer. Esas reglas de juego benefician a unos pocos y condenan a las grandes mayorías, pero también a las minorías que se atreven a jugar fuera de esos límites, o sin la camiseta del equipo que les fue asignado. Dejar ser, dejar fluir, no es parte de la esencia del juego social que nos ha impuesto el patriarcado. Desde que nacemos, una serie de normas y de etiquetas nos van siendo impresas, día a día, señalando lo que se espera de nosotres, marcando caminos y neutralizando desvíos indeseados. La heteronorma se nos impone como modelo, la matriz patriarcal se imprime en nuestras conductas y en nuestro inconsciente. El castigo, el miedo, la culpa, son herramientas poderosas; la necesidad de pertenencia, de afecto, de cuidados, harán el resto. Somos seres sociales, nos necesitamos.
La moral patriarcal aún domina este mundo, impone sus leyes, sus valores, define estructuras, impregna la política, construye el sistema y lo transforma. El capitalismo nace de esa mixtura de fuerzas y meritocracias androcéntricas. El dinero, su posesión, se convierte en un instrumento de control y de dominio; depender del dinero ajeno es carecer de autonomía, es una forma de enajenación, de pertenecer al que dispone y lo administra. Con la aparición del trabajo asalariado (como bien señala Federici) aumentó la subordinación de las mujeres, las leyes consolidaron la sumisión colocándolas bajo el tutelaje del marido. La abundancia de mano de obra femenina condenó a la miseria a aquellas cuyas familias disponían de pocos recursos y que no conseguían desposarse. No se trataba de cuestiones del amor, sino de supervivencia y de buenas relaciones económicas. Entre la explotación del naciente mundo industrial-capitalista, los matrimonios indeseados y la servidumbre doméstica, muchas mujeres eligieron la prostitución como forma de ganarse la vida y de tener algo más de autonomía personal. El peso del estigma evitó la sobreoferta de trabajadoras sexuales y la consecuente devaluación del precio de sus servicios.
Si bien los burdeles y el sexo pago son claramente pre-capitalistas y tuvieron una amplia difusión desde mucho antes de la revolución industrial, la prostitución callejera se incrementa con el desarrollo del capitalismo como consecuencia directa del surgimiento del proletariado y de la subordinación de la mujer al patriarcado del salario. Las mujeres de los sectores populares encontraron en la prostitución una forma de sobrevivencia, y en muchos casos alcanzaron condiciones de vida muy superiores a las de la media de su clase de pertenencia. Para muchas de ellas la vida en los burdeles era infinitamente mejor que la que les ofrecían sus opciones matrimoniales, o la pobreza extrema de la que habían escapado.
No es la intención de este artículo hacer una historia de la evolución del trabajo sexual hasta nuestros días (algo que demandaría mucho más espacio), sino perfilar y contextualizar las causas que aún lo hacen atractivo para muchas personas.
En los tiempos que corren el sexo ha dejado de ser un tabú, y la virginidad pre-matrimonial obligatoria escapa a los patrones de conducta del siglo XXI. En muy pocas décadas los matrimonios impuestos por cuestiones de linaje, de “honor”, o por embarazos no deseados, han desaparecido casi por completo. El sexo antes del matrimonio es algo más que aceptado, y hasta la misma institución matrimonial se encuentra fuertemente cuestionada. Les jóvenes viven su sexualidad con una libertad impensada en tiempos de sus abueles, pero aún el patriarcado mide con distintas varas según el género que se mire. Mientras los varones pueden hacer ostentación pública de sus “conquistas”, sólo las más osadas de las jóvenes se atreverán a contarlas: aún pesa sobre ellas el riesgo del estigma “puta”, ese gran disciplinador de la libertad sexual de las mujeres.
Si bien la píldora y los condones fueron parte esencial en la conquista de una sexualidad más libre, el patriarcado sigue fijando ciertos límites y dividiendo a las mujeres, ya no en vírgenes y putas, sino entre buenas y malas, o, para mayor claridad, entre sexualmente discretas o moderadas y las “chicas malas” (promiscuas, putas, trolas, descaradas, etcétera). A diferencia de antaño, las mujeres han sumado el trabajo sexual no remunerado a sus tareas de cuidado. La fidelidad de doble vía limita la sexualidad del varón a la relación monogámica, pero como contrapartida la parte femenina de la pareja debe agregar a sus trabajos de cuidado no remunerados una disponibilidad sexual más flexible. El sexo se convierte en el centro de la existencia, la razón de ser de la pareja, y el deseo erótico se ahoga en esa relación monogámica. Ir de putas ya no es una opción liberadora, pone en riesgo la propia existencia de la pareja, del matrimonio, de la vida familiar. La infidelidad no se tolera; sin acuerdos, sin opciones, las cadenas de la monogamia no resisten, las relaciones duran cada vez menos.
Las trabajadoras del sexo han cumplido un papel importante en el mantenimiento de la institución matrimonial, han servido de válvula de escape, evitando las infidelidades peligrosas. Los matrimonios abiertos, les swingers, los pactos de pareja, comienzan a ser más comunes, y las trabajadoras del sexo vuelven a ocupar un espacio valioso en el mantenimiento social, las parejas comienzan a contratarlas de mutuo acuerdo, el servicio para tríos se hace cada día más común. Caen los tabúes, las mujeres trans y las travestis ganan espacio, también los strippers y los taxi-boys. La sexualidad se diversifica, pero sólo en sectores limitados; las monogamias sucesivas han reemplazado al matrimonio “para toda la vida”.
Mientras el patriarcado cruje ante los avances feministas, una conjunción peligrosa de “conservadores y progresistas” amenaza el nuevo mundo del sexo y de la erótica. La deriva fundamentalista no conoce fronteras, una extraña mezcla de creencias religiosas y de feminismo puritano busca imponernos su fascismo moral a base de escraches, censura y leyes regresivas. A contramano de la historia cubren los cuerpos, limitan los deseos, disciplinan el sexo: la vieja moral se adapta a los nuevos tiempos. En este mundo de sexualidades diversas, donde el erotismo es parte esencial de la mercadotecnia capitalista, la deriva puritana se disfraza de redentora, de feminista, de políticas de rescate. El porno, las putas, los cabarets, los concursos de belleza, la nocturnidad adulta, la literatura erótica, son sus blancos más visibles.
En ese mundo complejo, donde los cuerpos están en disputa, las trabajadoras sexuales siguen luchando por su derecho a tener derechos, reivindicando su lugar como parte de la clase trabajadora, en tanto el punitivismo puritano continúa jugando su triste y peligroso papel de policía del sexo. El patriarcado se resiste a morir.
(1) Melisa de Oro es Secretaria de Diversidad de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina.