VÉRTEBRA

Por Analía Daporta

Analía Daporta (Buenos Aires) es escritora, poeta y traductora. Participó de varios festivales de poesía; entre ellos, el Festival de Literatura de Val-David, Quebec, Canadá, donde dio una charla sobre Literatura Argentina y leyó sus poemas en traducción propia al inglés y al francés. Tiene dos libros publicados: Brújula, una colección de poemas; y Holograma, una novela. En la actualidad se encuentra trabajando en varios proyectos, que incluyen una nueva novela y recopilaciones de sus poemas en castellano y en inglés.

—Señora, se le cayó una vértebra. Esto es suyo — dijo el niño.

Sonrió al extenderle la mano una tarde de abril en la calle Las Heras a la altura de Pueyrredón. Delia miró a su alrededor para ver si había alguna otra mujer que pudiera llevar huesos. ¿Huesos? Las señoras suelen llevar carteras o bolsas. No entendía por qué le estaba hablando a ella. El niño tenía un hueso, más precisamente, una vértebra en el hueco de la palma de su mano. Delia estaba paralizada, pero ante la insistencia del pequeño que la miraba con una ingenuidad opresiva, abrió la cartera, metió el hueso en un bolsillo interno, agradeció y se marchó. Antes de llegar a su casa, compró dos toallas, algo de verdura para la cena, tropezó con una baldosa rota y dejó caer las llaves dentro del agua de la zanja justo antes de llegar al edificio.

Cuando entró en su departamento, un semipiso que daba hacia la calle Guido, encontró a su marido recostado sobre el sofá jugueteando con su teléfono nuevo. El gato se había instalado en la silla de pana. No le gustaba que invadieran su territorio. Delia saludó a Oscar y quien contestó fue Manitas con un maullido todavía adormecido.

—¿Alguna novedad? — dijo Delia casi como en un ritual.

—No, todavía no me depositaron la plata por el boleto de los terrenos de Cardales.

—Será hoy. No hay tanto apuro.

—No hay tanto apuro, no hay tanto apuro. Vos no entendés que si los cobros se demoran se me frenan otros desarrollos.

¿No está demasiado bronceado? Se contagió de su secretaria que usa mucho la cama solar. No le queda bien, pensó Delia y metió la mano en la cartera. Necesitaba encontrar el hueso. Estaba todavía ahí, áspero. Tenía aristas que pinchaban levemente. Se quedó parada, ausente, pensando en los caracoles sobre la playa a las siete de la mañana.

—Hola, ma, ¿no viste mis otros shorts? Con estos no puedo jugar.

—Sí, están en el cesto de ropa para planchar.

—Pero Lili ya se fue — protestó el deportista.

—Podés hacerlo vos. Bueno, está bien, dame.

Delia entró en el lavadero, que era grande, blanco, con muebles de buena factura y jabones líquidos o en polvo para todo tipo de prendas: negras, de punto, blancas, color. Colgó la cartera en el perchero, enchufó la plancha y, mientras esperaba que calentara, tomó la vértebra y la colocó sobre el lavarropas en frente de ella. Hizo una pasada. Es bastante irregular y el color es entre ocre y negro. Otra pasada. Tiene pequeños agujeros porosos. Los huesos guardan aire adentro, entonces. Desconectó el aparato, enrolló prolijamente el cable y fue hasta la habitación de su hijo a entregarle los pantalones.

—Mamá, ¿qué hacés acá? Te dije que esperes después de golpear. Es mi cuarto.

El rugbier estaba visiblemente molesto con su madre y le dijo varias cosas más sobre el derecho a la intimidad. La novia de su hijo se apresuró a abrochar los botones de su camisa. Miró a Delia con condescendencia y resopló.

—Yo toqué… Esperé. No me contestabas y abrí.

Intimidad, pensó, qué puede decirme él a mí de falta de intimidad. Delia cerró la puerta de su habitación y se desvistió. Quedó desnuda por un rato mirando la vértebra que había dejado sobre la cama. Tomó luego un camisón y decidió que el cajón de la ropa interior sería un buen lugar para guardar ese hueso extraño hasta que pudiera averiguar de qué era. Sentía una enorme curiosidad. Después de todo, no es común que te entreguen una pieza ósea en la calle. ¿De dónde habría salido? ¿Sería humana? ¿Si la robaron de una tumba de Recoleta? El cementerio está a unos pasos. Hay muchas bóvedas descuidadas y abiertas. ¿Y si era de un animal? ¿Pero cómo? No estaban en el medio del campo. Envolvió la vértebra con cuidado en un pañuelo bordado de su abuela y la dejó descansar. Le costó dormirse.

Al día siguiente, se levantó primero que nadie y desayunó antes de que llegara Lili.

—Ay, señora Delia, me asustó, usted siempre se levanta a las 8. No esperaba verla acá.

—Perdoná, es que antes de ir a trabajar voy a visitar a mi hermano para que vea este hueso.

Delia le contó cómo había terminado en sus manos y le dijo que tenía la esperanza de que Javier le confirmara si era humano o no. Lili se fue replegando sobre la silla y se aferró fuerte a su bolso. Estaba pálida.

—¿Te sentís mal, Lili?

—Ese niño seguro era un ángel, señora. Allá en Santiago, cuando se entierran muertos así nomás, sin que se les dé cristiana sepultura, buscan que alguien los ponga en alguna iglesia o cementerio. Pudo haber sido un crimen. Si es así, usted tendrá que encargarse de que tenga el descanso eterno o el espíritu se le va a presentar siempre.

—¿El del nene? —preguntó Delia, que, aunque no creía en apariciones, ya empezaba a tener una vaga sensación de temor.

—No, el angelito está ayudando a que alguien le encuentre sepultura. El que se le puede aparecer es el dueño del hueso. Y no sabemos si era bueno o malo. Tome, lleve esto con usted, se lo regalo. Es del Señor del Mailín, para que la proteja.

Delia le agradeció la estampita y le dio un beso al irse. Le indicó también que si su marido o su hijo preguntaban por ella les dijera que había tenido que entrar antes a trabajar. Aunque no preguntarían.

—No, no es una vértebra humana, es muy grande, y además observá su cuerpo vertebral y el arco hemal, no son planos, tienen concavidades, me suena a reptil, ya no me acuerdo nada de anatomía comparada. Preguntale a un veterinario. Quédate tranquila que no va a venir ningún espíritu a reclamarte nada.

Delia y su hermano dejaron la vertebra apoyada en la mesa y siguieron conversando sobre los problemas de salud de su madre. El mozo llegó con los cafés con leche y las medialunas. Carraspeó para que hicieran espacio. Javier tenía que volver al hospital, sin embargo, en menos de cinco minutos logró contarle sus discusiones interminables con Florencia, que habían comenzado terapia y que el psicólogo parecía interesado en tener dos clientes por separado, lo cual era lógico porque le rendían más que uno. Delia le aseguró que discutir no estaba mal, que no se preocupara. Pensó que le habría encantado pelear con su marido alguna vez.

—Es solo una etapa. Ahora andate que se te hace tarde. Yo pago.

Delia se quedó un rato más leyendo. Miró el reloj. Cerró el libro y guardó el hueso para irse al ministerio, pero el mozo de la tos la interceptó antes de salir.

—No se quede con el hueso, señora.

—¿Por qué no? Mire que no es humano, es de animal.

—No importa, los huesos son de muertos y atraen las energías que andan dando vueltas por todos lados. No se lo quede. Si no la van a tener que limpiar. Mi prima hace esos trabajos. Es muy buena. Una vez, en una casa, cuando ella empezó con los rezos, comenzaron a volar cosas. ¿Y sabe por qué? Porque habían guardado las cenizas de su caniche. Hágame caso, no lo guarde, usted no sabe con qué tipo de presencias se puede encontrar.

Usted no sabe con qué tipo de presencias me relaciono yo todos los días, consideró en silencio Delia, pero no lo dijo. No es bueno decir todo lo que se piensa. ¿O sí?

Cuando llegó a su oficina le llegó un mensaje del viceministro que quería verla de inmediato. Seguro era por el especial que iba a ser transmitido esa misma noche en horario central. Un caso de corrupción que salpicaba nada menos que al ministro. Tomó su portátil y ya se estaba yendo hacia el despacho de López cuando se dio vuelta para agarrar el hueso y ponerlo en el bolsillo. Su saco se veía muy abultado, ridículo. No le importó. López estaría tan enfurecido que no lo iba a notar. Tenía razón, se escuchaban sus gritos en el teléfono desde la puerta. Tomó coraje y entró.

—Esto es muy grave, Delia, ya me informaron del contenido del especial, tenemos que planear una estrategia para controlar los daños. El ministro está regresando de urgencia. Llega mañana a las siete. Nadie debe saber que estaba de vacaciones, prepará todo de forma tal que su llegada a Ezeiza sea discreta y pautemos con el periodismo que él los reciba personalmente luego de las once. Mientras tanto yo voy a preparar una reunión con los abogados de Cordero a las nueve. ¿Entendiste? — le fue escupiendo frases sin pausa. Delia tecleaba a 78 palabras por minuto como en el secundario. Nunca le gustó la mecanografía, tampoco administración.

Salió del despacho aturdida. Por primera vez le importaba muy poco lo que le sucediera al ministro, a su jefe o a su trabajo. Estaba cansada de tantas cosas inexplicables. Hacer preguntas estaba fuera del manual de procedimientos. Además, con la llegada de la nueva camada de nombrados se hacía todo más confuso. Los teléfonos estaban pinchados; nadie confiaba en nadie. La escucharan o no, llamó a la veterinaria de Manitas para reservar un turno. Quedó para ese mismo día a las cuatro de la tarde. Le aclaró que no era por su gato.

—Delia ¡Qué alegría verte! Y sí, ya no me necesita tanto. Este año ya le diste sus vacunas. Dejame ver. Sí, claro, es una vértebra. No es de mamífero, es procélica. Es de un reptil, pero el tamaño me desconcierta. Ni siquiera puedo pensar en un cocodrilo. ¿De dónde la sacaste? ¿Estuviste en el sur? Juraría que es de dinosaurio. Igualmente, no soy paleontóloga. Es rarísimo. Perdoname que no te pueda decir más.

Delia estaba cada vez más confundida y fascinada. Si realmente era un dinosaurio tenía por compañía a un antepasado 65 millones de años mayor que había vivido y caminado libre por los mismos lugares que ella padecía hoy. ¿Qué comería? ¿Cómo era un planeta sin humanos? Simple, sin lugar a dudas. Había abierto una puerta temporal; el espacio se había ampliado.

Esa noche cocinó un pollo y preparó varias ensaladas porque venía a cenar la novia de su hijo, la de la camisa abierta, que era vegetariana. Se hicieron las diez. Oscar no regresaba y comenzaron a comer. Jimena fue dejando cada pedacito de apio a un costado del plato. No le gustaba; tampoco las lentejas. Cuando estaban por el postre llegó el marido, entre cansado y extasiado, se sentó a la mesa y comió todo lo que le sirvieron.

—Delia, la ensalada tiene un poco de agua. ¿No tenemos más ese aparatito que centrifuga verduras? O es que ya no las pasás por ahí. Si no tenés ganas decile a Lili que te las deje lavadas. Detesto que la lechuga esté tan húmeda.

Los Brontosaurios eran herbívoros gigantes, los vegetarianos del jurásico. No creo que tuvieran problemas con el apio. Los Velociraptors eran más pequeños, bípedos y carnívoros. Despedazaban a sus víctimas en segundos. Delia había estado leyendo mientras cocinaba. No le contestó a Oscar.

Al día siguiente salió muy temprano, antes de que llegara Lili. Llamó a su compañera y avisó que se estaba yendo a la guardia para hacerse ver, no iría a trabajar ese día, sí, justo ese día problemático para el señor ministro. Sacó su auto —nunca lo hacía durante la semana— y manejó hasta Parque Centenario. El museo de Ciencias Naturales no había abierto y se quedó tomando algo en una confitería. Se puso a escribir. Escribió como seis servilletas y las puso en un sobre. Su mente vagaba por las pampas en distintas eras y épocas: vacía, con dinosaurios, con mamíferos gigantes, con nativos cazadores, con intrusos, con cautivas. Recordó cuando montaba descalza su petiso en Areco bajo la mirada atenta de su abuelo. Había llegado a galopar contra el viento. Su abuelo murió y se vendió la pequeña finca. Se hizo la hora. En la puerta del gigantesco edificio se agolpaban miles de chicos de la primaria. Las maestras trataban infructuosamente que se pusieran en fila para poder contabilizarlos. Delia se escabulló entre el desorden, sacó una entrada y le hizo varias preguntas al encargado.

—¿Usted cree que me puede atender algún paleontólogo del equipo?

—No vi pasar a ninguno hoy, pero puede ser que hayan llegado antes que yo, baje al subsuelo y pregunte.

Varias escaleras después, Delia se aproximó a un joven de unos treinta largos. Su saco tenía varios remiendos. Sin embargo, lucía prolijo y algo infantil.

—Perdón que moleste, me alegro de que sea paleontólogo, sé que puede parecer algo tonto, pero quiero saber a qué animal puede pertenecer esta vértebra.

Carlos, el científico, se sonrió, tomó el hueso, lo observó desde todos los ángulos, lo midió, lo acarició, lo comparó con imágenes de archivo. Finalmente dijo:

—Tendría que estudiarlo más, pero parecería ser la vertebra caudal de un Saltasaurus. Fueron descubiertos por primera vez en el norte, Tucumán y Salta. ¿Estuvo usted por esa zona? ¿De dónde lo sacó?

Delia le contó cómo un niño se lo había entregado en medio de un tumulto y cómo había ido descartando posibilidades. Lejos de mirarla con incredulidad, parecía intrigado por la situación.

—Se lo entrego, si le gusta.

Carlos le dijo que se lo quedara, que no les servía, que lo disfrutara porque había pocos. La observó atento, no como se estudia un fósil. La invitó a conocer las salas, Delia aceptó. Escuchaba absorta sus explicaciones. En un momento se encontró observando también a Carlos, no como se estudia un mineral. Se pasó la punta de su lengua por los labios. A las dos de la tarde dejó el museo, se subió al auto y comenzó a planear los próximos millones de años. Estacionó en la cochera, fue hasta la baulera y tomó una de las valijas más pequeñas.

—Señora, ¿se va de viaje?

—No, Lili, me voy. Y por favor, no me digas más señora. Sentate. Me voy al hotel familiar que está acá a tres cuadras. El que tiene los canteros con aloe vera en la vereda, ¿lo ubicás? En unos días pienso que ya habré alquilado algo y te voy a avisar. No te voy a dejar en banda. Mientras tanto quedate acá. Te van a necesitar. Voy a pedir el pase a la Secretaría de Espacios Verdes. Voy a ganar menos, pero quiero estar tranquila. Dales esta carta. No tengo más ganas de hablar.

Le entregó un sobre lleno de servilletas arrugadas. Lili comenzó a llorar. Se abrazaron por un rato. Delia colocó algo de ropa, varios libros, algunas fotos, cepillo de dientes, peine, un perfume, un mate y el termo chico en la valija. Puso a Manitas en su jaula y la vertebra en la cartera. Saludó al portero sin mirarlo y caminó las tres cuadras hasta el desvencijado hotel. La recibió una mujer de voz cascada y de figura voluminosa que parecía disfrutar estar sin sostén.

—¿Aceptan gatos?

—Si, gatos sí, perros no. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

—Una semana, calculo.

—Es por adelantado.

Delia no encontraba la billetera, estaba en el fondo de su cartera. Sacó el hueso y lo apoyó en el mostrador. Finalmente logró sacar el dinero y se lo entregó a la mujer que ya no la miraba; en cambio, apuntaba hacia la vértebra con su dedo índice.

—Disculpe, pero no quiero huesos en esta casa.

Delia se aterrorizó. Tenía que quedarse, no había vuelta atrás. Rápido, rápido.

—No es un hueso, es un fósil – aseguró con los billetes todavía en la mano.

—Ah, está bien — dijo la conserje, aliviada, apoyando sus tetas en el mostrador cerca de la vértebra— no hay problema con los fósiles. Pero huesos, no. Una nunca sabe lo que puede pasar con los huesos.

©Analía Daporta