MUJER GOLPEADA, DEPENDENCIA FALLIDA – FEMICIDIOS, EROTICIDIOS Y OTRAS VIOLENCIAS

Por Melisa de Oro

Los aspectos económicos, culturales y religiosos del orden patriarcal que asoman detrás de la misoginia y del odio a las diversidades sexuales. El castigo a la hembra que se rebela para dejar de ser una muñeca servil. La necesidad de modificar una Justicia todavía machista y morosa 

Úrsula Bahillo (Rojas, Buenos Aires), Ivana Módica (La Falda, Córdoba), Mirna Elisabeth Parma (Formosa), Silvia y Silvina Rojas (Santiago del Estero), Guadalupe Curual (Villa La Angostura, Neuquén), Graciela Noemí Funes (General Madariaga, Buenos Aires), Sol Acuña Bilbao (CABA)… La lista de femicidios en lo que va del 2021 es ya demasiado extensa: una mujer asesinada por su pareja (o ex pareja) casi todos los días. A pesar de la legislación vigente, de la Convención interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém do Pará, 1994), de las marchas exigiendo justicia, de los pedidos de “Ni Una Menos”, los femicidios no se detienen. Al contrario, parecen aumentar cada año. 

La pandemia obliga a muchas mujeres a vivir y dormir con el enemigo, la violencia machista se encuentra con una víctima fácil y totalmente acorralada. Si no se somete, sufrirá las consecuencias: la humillación, los golpes, incluso el asesinato. La dependencia económica, la pobreza en recursos sociales, el aislamiento afectivo, la desvalorización constante de la que ha sido víctima para aniquilar su capacidad de resistencia a los abusos y malos tratos, terminan empobreciendo su autoestima, sometiendo a la mujer a la resignación o al fracaso de sus intentos de liberación. Cuando por fin logra romper las cadenas del silencio, la policía no la ayuda, la Justicia la abandona a su suerte: denunciar también conduce a la muerte.

El caso Farré nos demuestra que la voluntad femicida está en todas partes, y que se puede esconder detrás de las más cálidas sonrisas y de las palabras más cordiales. Parece no haber barreras (ni de tiempo ni espacio) para detener a un hombre dispuesto a matar a una mujer, a “su” mujer. La “dueñidad”, ese sentimiento de posesión que convierte a la mujer en un objeto cuya pérdida menoscaba la hombría del “amo y señor”, parece reclamarles el castigo final. La lapidación es suplantada por un arma de fuego, un voraz cuchillo, o por las propias manos para desahogar su furia asesina y castigar la humillación asestada por la esclava que se rebela. La mujer no es más que una posesión, un objeto que puede amar, usar o destruir; su voluntad de patriarca frustrado no resiste la desobediencia, ni el abandono. 

Las religiones patriarcales han sembrado la semilla de la misoginia y de los femicidios, también del odio hacia las diversidades sexuales; los travesticidios y transfemicidios, las violaciones “correctivas” a lesbianas y varones trans son consecuencia de ese sustrato religioso machista y patriarcal que formateó la masculinidad hegemónica. Los femicidas bebieron de esa fuente que los colocaba a la cabeza de la humanidad, como amos y señores. Perder privilegios duele, sobre todo si los han tenido desde la misma cuna. Esa masculinidad tóxica y violenta debe adaptarse a los nuevos tiempos, la cárcel no es la solución a largo plazo. Los hombres deben aprender que la violencia (de todo tipo) no construye vínculos sanos y que ningún ser humano es dueño de otro ser humano, ni tiene derecho a quitarle la vida cuando no se subordina a sus caprichos, a su forma de ver la vida o a sus deseos “amorosos”.

La Justicia es machista y patriarcal, y las fuerzas de seguridad más aún. No es casual que casi el 20% de los femicidios son cometidos por personal de seguridad y de las fuerzas armadas (retirados y en actividad). Pocas instituciones están tan fuertemente marcadas por el sustrato religioso como las fuerzas policiales y militares. El guerrero patriarcal encuentra su lugar de pertenencia en las instituciones falocráticas, en el mundo del deporte, y en los grupos delictivos. El machismo se refuerza entre pares, hay complicidad y misoginia: la violencia se justifica y “se comprende”. 

El modelo relacional está cambiando y los femicidios son la expresión más dura de la resistencia patriarcal a esos cambios. La ideología clerical, culpabilizante, ascética y misógina, está siendo reemplazada por mayores espacios de libertad, de igualdad y de disfrute; la resignación y la culpa dejan su lugar al empoderamiento y la búsqueda de la felicidad terrenal. 

La violencia de género es el estallido de la utopía del amor romántico, la cara oculta de la monogamia obligatoria y de las desigualdades que la sostienen. La muñeca servil, apta para todo uso, deja su lugar a la mujer que lucha por sus derechos y que se declara libre e igual, pero que no renuncia a sus diferencias, ni a su propia identidad. La impotencia y la frustración masculina se traducen, entonces, en la mujer golpeada. La caída de la máscara del “buen hombre” deja al desnudo la fragilidad del ego machista, su miedo a la soledad, al encuentro en igualdad de condiciones y a las otras mujeres, a las nuevas mujeres, las no domesticadas.

Cuando la mujer se libera de su dependencia económica y emocional, cuando la explotación afectiva y el chantaje sentimental no le alcanzan para sostener prisionera a su víctima, el “Amo Alfa” responde con violencia, y si los golpes no logran restablecer su mandato, llega la violencia final, el femicidio. 

El capitalismo es una fábrica de soledades, frustraciones, y violencias. El “amor despechado” (el ego herido) genera resentimientos, y, en esta lógica del mercado que nos impone el capitalismo, la belleza es un valor importante, que muchas veces representa un instrumento para el ascenso social, el acceso a una mejor calidad de vida. Por eso, además de los femicidios y los femicidas, existen los eroticidios y los eroticidas, hombres resentidos que, en lugar de matar a la mujer, matan su atractivo erótico arrojándoles agua hirviendo, quemándolas o tirándoles ácido en el rostro o en el cuerpo. Convierten el clásico y mortal “mía o de nadie” en un “ahora quién te va a querer”. Así, el objeto-mujer es “devaluado”, “afeado”, convertido en indeseable en el mercado del sexo y de la erótica. En otras palabras, el eroticida busca quitar todo el capital erótico a su víctima, condenarla a la soledad, a su muerte como objeto de deseo sexual. La Justicia condena con mucha liviandad estas acciones eroticidas, es hora de revisar las penas y de terminar con tanta impunidad.     

La dependencia económica ha sido el yugo que forzó convivencias no deseadas, y aún sigue haciéndolo. Las cadenas de una maternidad dependiente ha sido el mayor instrumento de la dominación masculina. Tener hijos pequeños y no disponer de recursos para sostenerlos, ni lugar a donde huir con ellos, es una de las mayores expresiones de la violencia patriarcal. La desprotección económica, la falta de ingresos suficientes, la ausencia de refugios transitorios seguros, y una justicia lenta, burocratizada, insensibilizada, inoperante, y totalmente ineficaz, fuerzan a muchas mujeres a tolerar lo intolerable. Hace falta una Justicia transformadora, feminista, con perspectiva de género y de clase, que actúe con eficacia cuando el amor se convierte en odio y la vida de las mujeres corre peligro.  

La creación del Sistema Único de Registro de Denuncias por Violencia de Género es un gran avance que permitirá centralizar la información de todo el país, lo que facilitará la rápida detección de reincidentes, terminando con la impunidad que da el anonimato y la falta de coordinación entre las distintas jurisdicciones y reparticiones de todo el territorio nacional.  

El Poder Judicial deberá modificar sus estructuras y sus intervenciones para evitar que quienes denuncian violencias de género continúen abandonadas a su suerte o se vean obligadas a dejar sus domicilios para huir de situaciones violentas que suelen agravarse después la denuncia en sede policial. La capacidad de reacción rápida es imprescindible para evitar los femicidios. Las perimetrales deben considerarse en total vigencia hasta que la mujer que lo solicitó demande su levantamiento; es decir, toda perimetral debería ser por tiempo indeterminado y reforzada con elementos técnicos que permitan detectar en segundos su incumplimiento. Romper la perimetral debe ser sancionado con penas de cumplimiento efectivo y con una perimetral de mayor alcance una vez cumplida la condena. Es irrisorio poner perimetrales de cumplimiento impracticable, la distancia entre ambas partes debe ser la adecuada para asegurar una rápida y eficaz intervención policial.

El patrullaje de la sexualidad femenina ya no cuenta con la sumisa complicidad de las mujeres, la división domesticante entre las “buenas” y las “malas” está siendo severamente cuestionada. El amor se desregula y surgen nuevos pactos amorosos, la monogamia sexo-excluyente deja su trono a relaciones más libres; el compromiso afectivo no fuerza eternidades ni promesas incumplibles, el colaboracionismo misógino ya no se exhibe impunemente. La mujer deja de ser un apéndice de vidas ajenas y se resiste a ser víctima pasiva de violencias, se levanta sobre las contradicciones de la época y hace escuchar su voz y sus reclamos de igualdad y de justicia. La impunidad patriarcal debe terminar, ya es hora.